El objetivo del presente trabajo, a través de la revisión bibliográfica y documental, es dar a conocer, desde una perspectiva integral, a los pueblos indígenas que habitaron el Gran Chaco, y comprender históricamente el conjunto de factores que incidieron en su decrecimiento poblacional. La principal conclusión se radica en que las comunidades nativas sufrieron importantes cambios estructurales, culturales, territoriales y medioambientales, debido a un conjunto de inseguridades provocadas por la conquista española, la esclavitud, las enfermedades, las guerras interétnicas e internacionales, el despojo de sus tierras, la colonización extranjera en el siglo XX y el abandono estatal. Estas situaciones repercutieron en su declive demográfico. Sus territorios fueron devastados, su medio ambiente fue deteriorado y muchos recursos naturales desaparecieron, incluyendo sus tradiciones, medicinas y rituales. La historia de tales poblaciones es, en efecto, un testimonio de sufrimiento y, sobre todo, resistencia.
The aim of this study, through bibliographic and documentary research, is to present a comprehensive perspective on the Indigenous peoples who inhabited the Gran Chaco, and to understand the factors that contributed to their population decline. The main conclusion is that these native communities suffered significant structural, cultural, territorial, and environmental changes, resulting from a range of insecurities caused by Spanish conquest, slavery, diseases, interethnic and international wars, land dispossession, foreign colonization in the 20th century, and state abandonment. These situations led to their demographic decline. Their territories were devastated, their environment was degraded, and many natural resources disappeared, including their traditions, medicines, and rituals. The history of these populations is, indeed, a testimony of suffering and resistance.
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Los estudios antropológicos consideran que los australoides, masa poblacional con características semejantes a los protopobladores de Australia, serían los ascendientes de los habitantes del Gran Chaco sud-americano, etnológicamente conocidos como pámpidos-patagónicos y culturalmente pertenecientes al Paleolítico Superior en América del Sur (Zanardini, 1998; Susnik, 1981). Estos grupos, cuyo módulo de subsistencia era la cacería mayor, escogieron las amplias llanuras boscosas del continente como hábitat. En busca de ricos cotos de caza, desplazaron a los posibles pueblos fueguinos a regiones de refugio menos propicias para su tipo de subsistencia. Físicamente son dolicocéfalos, hipsicráneos (de cráneos alargados), de estatura elevada y esbelta y de tez oscura o tostada. Se debe notar que estas primeras corrientes migratorias tienen ciertos rasgos comunes, a pesar de que podrían ser de diferente procedencia espacial, aunque se distinguen anatómicamente en algún grado. Los pámpidos están representados en la actualidad por la mayoría de las etnias del Chaco (Chase Sardi, 1998).
Los investigadores de estas parcialidades indígenas suponen -por los restos arqueológicos hallados en las zonas de los ríos Verde y San Carlos-, que los sanapaná, de la familia Mascoy y de los Mataco, fueron los primeros habitantes del territorio chaqueño y posiblemente habrían poseído un territorio más extenso, pero fueron desposeídos por varios pueblos invasores como los toba de los Guaycurú y los Lengua (Zanardini, 1998). Otros grupos que migraron del sureste ocuparon las amplias planicies contendiendo con las naciones ya establecidas en esas regiones, despojándolas de sus áreas. Situación que demuestra el alto grado de belicosidad existente entre cada una de las bandas chaqueñas y que fue esta la constante en todo el devenir prehispánico y en los posteriores periodos históricos (Clastres, 1982).
En ese contexto, es importante mencionar que no solo las guerras interétnicas fueron las causas que motivaron su descenso poblacional, sino también el bajo índice de natalidad y las enfermedades en cada una de las parcialidades, la violencia empleada por los conquistadores y luego por los colonizadores, los intentos civilizadores del período independiente, los enclaves industriales extranjeros, las dos guerras internacionales y otros dispositivos que atentaron su extinción (Rocha, 1999).
Las fuentes documentales en relación con el número de familias lingüísticas que habitaban el Chaco a la llegada de los europeos son bastante exiguas. No obstante, en este artículo se tratará de exteriorizar algunas que informan no de manera exhaustiva pero sí muy aproximada al respecto. El primer grupo del cual se tiene referencia es el de los Guaicurúes, específicamente el grupo Mbayá. Se calcula que 4.000 guerreros de esta parcialidad lucharon contra Alvar Núñez Cabeza de Vaca en 1543.1 Si bien Ulrico Schmidl2 menciona la existencia de unos 20.000 varones de guerra, esta cifra parece ser muy exagerada (Métraux, 1996). Al iniciarse el siglo XVII sólo unas 1.200 personas vivían en las cercanías de Asunción (Gandía, 1931), y otras fuentes documentales de primera línea estiman que la población Mbayá de ese período contaba con un total de 8.000 individuos (Métraux, 1996).
Se presume que en el período prehispánico poblaban el Chaco unos 250.000 indígenas, cifra que a inicios del siglo XVII decreció ostensiblemente, calculándose su número entre 180.000 y 185.000 habitantes, y a pesar de los informes y crónicas de la época que tales proporciones eran reales, estas deben ser relativizadas debido al escaso conocimiento y de la débil penetración de los españoles en esta región. Si estas representaciones son reales es de saber que, con el trascurrir de los años, el número de habitantes del Chaco fue menguando de manera acelerada debido a varias causas, las que se irán argumentando de manera cronológica en el presente trabajo.
Guerras interétnicas
Todos los grupos étnicos pasaron por una actividad periférica dentro de una proyección etnohistórica. Las grandes migraciones tribales en el ámbito sudamericano y los desplazamientos tribales a causa de la presión demográfica de los nuevos inmigrantes provocaban también marginaciones defensivas o frecuentes formaciones interétnicas, creándose así situaciones conflictivas o escenarios de convivencias forzadas (Chase Sardi, 1998). La orientación cultural determinaba la elección preferencial del hábitat, teniendo que conjugar la potencialidad de las zonas cazaderas o pesqueras. No solo se conquistaban los terrenos con el fin de controlar el sistema sociopolítico de los pobladores originarios, sino también defendían el área una vez ocupada, con cruenta violencia con el propósito de disponer de los potenciales recursos naturales dentro de la respectiva ideología cultural.
La seguridad vivencial de las comunidades tribales dependía tanto del equilibrio ecológico como del dominio periférico; esta última exigencia provocaba hostilidades interétnicas o relaciones de mutuo recelo, cuando las ofensas reales o supuestas implicaban siempre arremetidas violentas (Clastres, 1982; Rocha, 1999). Algunas parcialidades manifestaron históricamente un acentuado y abierto belicismo, siendo la agresividad un componente social-mental, pues los jóvenes se caracterizaban por la doble preparación en la vida: la del cazador y la del guerrero (Susnik, 1981).
Por otra parte, las guerras acometidas entre las diversas naciones o entre los intergrupos -es decir, entre las bandas de una misma familia- tenían relación con el precio de venganza por diferentes agravios como: traspaso de los límites de cazaderos, matanza de un miembro de la comunidad, rapto de mujeres o niños, daños mágicos atribuidos a chamanes hostiles, siempre como causantes del desequilibrio de la vivencia normal (Clastres, 1982). Tales agravios se consideraban una verdadera violación de la integridad vivencial de una agrupación.
Los antiguos Zamuco se caracterizaban por sus continuas hostilidades intertribales y también interparcialidades. La zona geográfica del extremo norte del Chaco que les servía de hábitat acondicionaba una pobre continuidad subsistencial; las frecuentes hambrunas, reflejadas en la mitología de los modernos Ayoreo y Chamacoco, eran las causas periódicas de lucha por buenos cazaderos, por lagunas con agua potable en lugar de salada, por superficies altas en la estación de crecientes; las transgresiones en este sentido constituían una cadena de venganzas y contra-venganzas, llevando siempre, en todos los casos, la belicosidad a arremetidas aniquiladoras intertribales, un fenómeno muy común, cuando las tribus habían ocupado las cerradas zonas marginales con pobres recursos naturales (Susnik, 1990).
La tenencia del espacio vital fue decisiva para el establecimiento de todas las etnias paleolíticas que habitaron el Gran Chaco. Como no desarrollaron actividades agrícolas, su economía, como ya se ha mencionado, era exclusivamente extractiva. Fueron ellos los primeros actores que han trasformado los ecosistemas para satisfacer sus necesidades subsistenciales y culturales originándose así la primera forma de organización territorial en el Chaco (Chase Sardi, 1998). Sus condiciones de vida eran muy difíciles debiendo adaptarse y readaptarse continuamente a las presiones del medio.
A la llegada de los españoles, estos grupos mantenían cruentas luchas, como se mencionó, para poder ocupar los sitios cazaderos o pesqueros que posteriormente serían sus asientos más o menos estables porque debido al nomadismo imperante, estos espacios nunca eran definitivos, motivo por el cual siempre construían viviendas precarias que solo les servían de resguardo ante las inclemencias del tiempo (Susnik, 1990; Vázquez, 2013).
Los enfrentamientos fueron guerras muy cruentas, donde un pueblo buscaba el exterminio del otro para ocupar su lugar. Las vastas planicies chaqueñas no proveían a sus habitantes de alimentos ni demás objetos materiales con la misma diversidad, cantidad y exuberancia que la producida en la Región Oriental, motivo de fuertes repercusiones sobre la economía indígena, sobre todo en las formas de relacionamiento con los demás grupos, que más que el acceso a ciertos bienes o lugares específicos se basaba en el dominio sobre vastas zonas de caza, pesca y recolección de frutos silvestres (Rocha, 1999). Los sucesivos periodos de sequías, seguidos por las prolongadas inundaciones en algunas zonas del Chaco, son elementos claves para entender el carácter nómada de estos pueblos.
Por otro lado, los pobladores que tenían sus hábitats cercanos a la ribera del Paraguay cruzaban el río y guerreaban contra los guaraníes, matando, robando alimentos y secuestrando niños y mujeres para con posterioridad, negociar el rescate por cereales, frutas y carne. Esta actitud y predisposición agresiva como estrategia económica y cultural era muy común en casi todas las etnias chaqueñas, circunstancias que repercutían en encuentros conflictivos con los demás grupos, hecho que constituirá más tarde un freno eficaz a la presencia española (Vázquez, 2013).
Bajo índice de natalidad y las enfermedades
Antes de la llegada de los europeos al Río de la Plata, casi todas las naciones nativas contaban con poblaciones más o menos numerosas, pero es difícil calcular con exactitud la cuantía demográfica que cada pueblo podría representar. No obstante, se debe tener en cuenta que muchas parcialidades que habitaban el territorio chaqueño utilizaban diversos sistemas para controlar el número de nacimientos.
Socialmente, es de mencionar acerca de la libertad sexual que practicaban las mujeres de casi todas las parcialidades chaqueñas, antes del matrimonio, cuyos efectos por los frecuentes infanticidios y abortos provocados, originaban la muerte prematura de jóvenes y a veces hasta de niñas que habían incursionado en precoces hábitos sexuales (Ukhamawa, 2004).
Casi todos los pueblos tenían preferencia por nacimientos de varones y la generalidad optaba por dos niños y una niña. Si nacían más niñas de lo previsto, estas eran enterradas vivas (Susnik, 1971). Otra causa de la merma demográfica fue el divorcio; si bien el esposo que abandonaba el hogar podía contraer nupcias nuevamente, a la mujer, en cambio, se le prohibía tal derecho (Susnik, 1971).
Las enfermedades también se convirtieron en flagelos que diezmaron considerablemente el número de pobladores chaqueños. El contacto con los blancos ocasionó un gran impacto físico de envergadura que conllevó al contagio de afecciones desconocidas por los nativos, quienes fueron infectados por trasmisiones sexuales o por el simple relacionamiento, entre ellas: la sífilis, gonorrea, tuberculosis, viruela, cólera, etc. (Rocha, 1999); Vázquez, 2013).
Esta realidad se percibió con más ímpetu cuando el Chaco fue ocupado por las empresas extranjeras a fines del siglo XIX y también durante la guerra con Bolivia. Gran parte de la población indígena fue afectada de viruela y de enfermedades venéreas. Por ese tiempo, el país fue azotado por una epidemia de gripe, ocasión en que también se propagó entre los indígenas chaqueños, quienes no pudieron hacer frente a la enfermedad pereciendo una gran cantidad de personas (Verón, 2015).
Otra contrariedad que fustigó con fuerza a los nativos fue el alcohol. Si bien el contacto con los comerciantes blancos se inició en el siglo XIX, esta modalidad de intercambiar pieles por caña se transmitió a través de varias generaciones, originando la muerte por cirrosis debido a la excesiva ingesta de aguardiente (Schmidt, 1983).
Violencia de conquistadores y colonizadores
En la primera etapa de la conquista, gracias al armamento que trajeron consigo, los españoles pudieron apropiarse de una cantidad numerosa de indígenas, los que fueron sometidos a esclavitud, situación que conllevó a una considerable merma de las poblaciones aborígenes.
Sin embargo, las armas de fuego pronto demostraron su escasa utilidad en un ambiente caluroso y húmedo, clima que también provocaba la oxidación de las espadas, aunque el uso de los cuchillos no perdió su importancia. Eran utilizados habitualmente para los combates de cuerpo a cuerpo, tanto contra los indígenas chaqueños, como guaraní. Pero sin lugar a duda, los caballos y los perros se convirtieron en el equipo más primordial de la conquista. Los primeros iban protegidos con pecheras y llevaban petrales de cascabeles para infundir temor a los nativos y daban al caballero una gran ventaja estratégica. En cuanto a los perros, los hubo de varias razas y desataban auténtico pavor entre los indios (Susnik, 1971).
La versatilidad de funciones que el perro ejerció en el contexto de la conquista de los territorios indianos lo hizo distinguirse junto al caballo, como uno de los más firmes y constantes aliados militares de los españoles. En la mayor parte de la iconografía efectuada por los cronistas que acompañaron a los conquistadores, aparecen los perros como parte indiscutible del equipo bélico, formando parte de la hueste, ya fuera en vanguardia como tropa de choque, lanzándolos contra las muchedumbres indígenas para aprovechar el temor y desconcierto inicial o en retaguardia en labores defensivas del grupo de conquista (Susnik, 1990). Los perros de presa, utilizados en las campañas represivas, por el valor que representaban, iban siempre protegidos con una pequeña casaca de algodón ajustada al cuerpo con gruesas argollas. El uso de los sabuesos fue altamente beneficioso en zonas rocosas, empinadas o boscosas, donde el caballo, tan útil en espacios abiertos, no podía maniobrar.
En uno de los primeros encuentros con los nativos chaqueños, sucedido en 1543, el gobernador Domingo Martínez de Irala, al frente de unos 350 españoles y unos cuantos indígenas amigos de la nación guaraní, se enfrentó con los Payaguá que no dejaban pasar por su territorio a los expedicionarios. La jauría de sabuesos llevada en esta jornada ayudó sobremanera al gobernador a sellar una paz efímera con esta parcialidad. Los Payaguá, como la mayoría de las demás etnias chaqueñas, tenían una gran afición por los perros, que era el único animal doméstico ya conocido antes del contacto con los europeos. Es así como, a modo de rescate, los padres llegaban a cambiar a sus propias hijas por perros. En esa oportunidad, a cambio de varios canes, los conquistadores lograron regresar sanos y salvos a la Asunción (Monte de López Moreira, 2012).
Por esa misma etapa, en un combate contra otro grupo Guaicurú, los Mbayá, los conquistadores tomaron varias piezas -apelativo con que se designaban a los indígenas cautivos-. Ulrico Schmidl relata que en esa ocasión se cautivaron muchas piezas y declaraba: “yo traje para mi botín 19 personas, hombres y mujeres que no eran muy viejas...” (Schmidl, 1983). Asimismo, Irala refería que en una entrada al Chaco “sus hombres mataron muchas criaturas, viejos y viejas y trajeron muchas mozas y mancebos para servir de esclavos” (Susnik, 1971).
Probablemente, una de las etnias más temibles era la Payaguá con la que se enfrentaron los conquistadores y, posteriormente, los colonos. Esta parcialidad se hallaba dividida en dos grupos principales: los norteños, denominados Payaguá, que comprendían a los Cadigué y a los Sarigué, y los sureños llamados Agaces, integrados por los Magah y los Siracua. Al final del siglo XVI, las naciones norteñas payaguá se aliaron con los Mbayá en contra de los europeos.
Durante el período de conquista, precisamente entre 1537 y 1557, los europeos emprendieron unas 11 entradas al Chaco, en procura de hallar un camino al Perú, territorio que representaba las anheladas riquezas. Estas expediciones resultaron infructuosas porque si bien se estableció una ruta entre Asunción y Lima, ocasionaron muchas muertes, tanto de indígenas como de conquistadores. Además, el pretendido tesoro de los incas ya había sido llevado a España (Chase Sardi, 1998; Monte de López Moreira, 2012).
En el período colonial, las autoridades trataron de someter a los nativos del Chaco por medio de las armas. En ese contexto, vale mencionar la campaña promovida por el oficial Juan Rasquín en 1616, en cumplimiento de las disposiciones gubernamentales para arrasar con los Payaguá en una terrible matanza. Otras expediciones de la misma índole se realizaron en los siguientes años y no solamente con el propósito de aniquilar a estos indígenas, sino también a otras parcialidades. El Cabildo de Asunción daba cuenta en su sesión ordinaria del 22 de setiembre de 1660, de la poderosa batalla emprendida contra “los infieles del Chaco, que azotan las zonas ribereñas”, pereciendo en esa ocasión más de mil indígenas (Schmidt, 1983).
Si bien, como ya se anotó, existe una carencia de datos acerca del número poblacional de estas naciones, posiblemente la más numerosa de las familias chaqueñas, a fines del siglo XVIII y según las estimaciones de Azara, era la Payaguá, misma que ascendía aproximadamente a unas 1.000 almas. Un siglo más tarde el número se redujo a apenas unas 200 personas, extinguiéndose así lentamente y, en 1940, solo existían 4 mujeres de dicha banda, en el barrio capitalino de la Chacarita (Susnik, 1971). El rápido declive demográfico de los Payaguá induce a pensar que antes del primer encuentro con los europeos, la población posiblemente llegaba a unos 5.000 o 6.000 habitantes.
A modo de ejemplo, se citan las cifras demográficas solamente de algunas etnias. Otro grupo Guaicurú fue el de los Toba. Según los sacerdotes de la Compañía de Jesús, durante el siglo XVIII, esta nación contaba con una población de 20.000 a 30.000 personas. Integraban sus bandas los Cocolot y los Aguilot que se desplazaban continuamente por ambas riberas del río Bermejo. Los Abipón de la misma nación habitaban la ribera norte del bajo Bermejo y durante los primeros años del siglo XVII fueron expandiéndose paulatinamente hacia el sur. Por ese tiempo se presume que esta banda contaba con una población de unas 5.000 almas, pero -al igual que las demás etnias- esa cantidad disminuyó notablemente cuando se inició el contacto con los europeos.
Los Mocoví eran parientes cercanos de los Toba y sus permanentes aliados en los enfrentamientos con otras parcialidades y contra los españoles. Informes demográficos sobre las bandas Mocoví aparecen recién hacia mediados del siglo XVIII y las cifras mencionadas hablan de unos 2.000 a 3.000 individuos. De esto se infiere que su número habría sido mayor durante el siglo XVI. Igual cifra se destina a los Pilagá que alcanzaron una población de 2.000 personas al iniciarse el siglo XIX. (Métraux, 1996). Como se mencionó con anterioridad, después de la conquista y del período colonial, la tendencia en todos los casos ha sido el descenso poblacional de las etnias originarias y nunca el crecimiento.
Intentos civilizadores: evangelización y legislación
Unas décadas antes de su expulsión los jesuitas, a solicitud de los gobernadores, fundaron reducciones de gran importancia en zonas fuera de los límites tradicionales otorgados, tanto por la Compañía de Jesús como por la Corona. En el Chaco se establecieron las misiones de Nuestra Señora del Rosario de los Remolinos y San Carlos del Timbó en territorio Guaicurú y Zamuco. Con ellas se intentaba afianzar el dominio hispano en la Región Occidental civilizando a los indígenas indómitos. Además, se ganarían almas para Dios y nuevos vasallos para su Majestad (ANA. Vol. 130. S.H. 1762).
Un grupo de misioneros, junto con unos cuantos indígenas guaraní ya cristianizados, bajo la conducción del sacerdote Marín Dobrizhoffer, llevó a cabo la fundación de los dos pueblos en marzo de 1763 (Dobrizhoffer, 1784). Otra misión, también fundada por los jesuitas, en tierras Chiquitanas, fue la de San Ignacio de los Zamucos. Sin embargo, pese a la buena predisposición de los sacerdotes no se logró civilizar a los nativos que continuaron con sus correrías asolando las estancias y las chacras cercanas al Paso del Timbó. Solo una parte muy reducida de esta parcialidad aceptó el cristianismo. En poco tiempo las misiones quedaron en ruinas por dos motivos fundamentales: en primer lugar, los nativos no renunciaron a su tradicional conducta belicosa interétnica y luego por la falta de asistencia de los misioneros y el posterior abandono de los pueblos, pues cuatro años más tarde, los jesuitas fueron expulsados de los dominios españoles y los indígenas regresaron a los montes, hartos de los abusos de los administradores seculares, que reemplazaron a los misioneros (Bartolomé, 2000).
En 1778, se hizo cargo de la gobernación del Paraguay, Pedro Melo de Portugal y como primera medida administrativa se propuso levantar a la provincia de su letargo económico porque según su parecer, la mayoría de los poblados criollos se hallaban empobrecidos a causa de los ataques indígenas del Chaco (Chaves, 1973).
Como parte de su gestión administrativa, Melo de Portugal trató de renovar la paz con los nativos chaqueños, a quienes sus antecesores no habían logrado reducir mediante las armas o la evangelización y al mismo tiempo proseguir con la empresa reductora, principiada por los gobiernos anteriores. En ese sentido, se logró concluir la mitad de la citada reducción de la Villa de Nuestra Señora del Rosario de los Remolinos. Luego de la visita del gobernador a la zona, el superintendente Manuel Ignacio Fernández, quien discrepaba con la política de Melo, informaba al rey sobre la escasa disposición que presentaban los indios de la citada reducción, habitada por solo nueve familias, quienes se oponían al bautismo de sus hijos y no se podía contar con ellos para erigir la reducción porque estaban “acostumbrados al pillaje y al ocio sin verdadero amor a la Fe y religión, solo se dedican al desorden” concluía el funcionario (A.GI. Buenos Aires, 49, 1779).
No obstante, Melo no retrocedió en su empeño de civilizar a los indígenas y en vista de que estos proseguían con sus correrías y depredaciones en la Región Oriental, proyectó la fundación de un pueblo-reducción enfrente a la capital, pero, de hecho, en la banda derecha del río Paraguay. La oportunidad se dio cuando llegaron a Asunción tres caciques principales Lengua y Enimagá de la familia Cochabot y Machicui de los Maskoy, acompañados de varios indios, quienes habían venido a solicitar al gobierno la instalación de una reducción para aprender la religión cristiana, y además deseaban guardar paz y armonía con la provincia (Viola, 1986). En respuesta, se solicitó ayuda a los vecinos más acomodados, para así costear “la manutención de más de doscientas cincuenta personas poco más o menos que se componen las familias de dichos caciques” (A.N.A. S. H. Vol. 150. 6-III-1787).
El Cabildo de Asunción recibió con beneplácito esta iniciativa y convocó a varios colonos que desearían trasladarse al Chaco y construir primero la guarnición militar para que los pobladores tengan la seguridad y la defensa de sus haciendas y labranzas contra otras bandas hostiles chaqueñas (A.N.A. S. H. Vol. 150. 6-III-1787). La fundación oficial de la reducción se efectuó en 1786, año en que el sacerdote Francisco Amancio González y Escobar fundó y dirigió la reducción a la que llamó Melodía, en homenaje al gobernador Melo de Portugal, con el propósito de ganar su apoyo para la consolidación del proyecto evangélico de someter espiritualmente a las “naciones de indios vagantes” y, si bien la reducción no logró su cometido evangelístico a cabalidad, porque solo un pequeño grupo nativo aceptó el cristianismo, esta fue la primera población asentada en la ribera derecha del río Paraguay y se constituyó en el primer asentamiento humano en la zona central del Chaco. Melodía se llamó posteriormente Villa Hayes.
Por otra parte, a fines del siglo XVIII, Félix de Azara logró localizar unas treinta y ocho parcialidades indígenas silvícolas. De estas, veintiséis se encontraban habitando los límites provinciales, las que no habían sido reducidas al sistema encomendero ni evangelizadas por los misioneros religiosos (Azara, 1847).
Es importante mencionar que no solo la religión católica intentó evangelizar a los nativos chaqueños, sino también otras denominaciones cristianas. Una de ellas fue la acción misionera anglicana (South American Mision Society) que comenzó en 1890 su tarea de conversión en varias zonas costeras y la continuó con los indígenas del área central, influyendo de manera trascendente sobre la vida de estas comunidades. Los nuevos misioneros aprendieron los diversos idiomas de los indígenas y pudieron relacionarse, evangelizarlos y de alguna manera, pacificarlos, tanto contra otras etnias, como en sus correrías contra los poblados que se fueron asentando en la ribera del río Paraguay, después de 1870. Uno de los misioneros, W. Barbrooke Grubb, dejó un importante testimonio de su recorrido por las diversas áreas ocupadas por las distintas etnias chaqueñas, describiendo la vida social, económica, tradiciones y pautas culturales de cada una de ellas (Barbrooke Grubb, 1925).
A las misiones anglicanas prosiguieron otras denominaciones evangélicas como la Misión de las Nuevas Tribus que incursionó entre los Ayoreo. Por otra parte, también cabe citar a los sacerdotes salesianos, quienes realizaron una sólida y eficaz obra evangelizadora entre varias etnias. Si bien al principio pasaron por innumerables dificultades, finalmente el fruto de su labor misionera obtuvo excelentes resultados.
Pero no fueron solamente los misioneros quienes se interesaron en los indígenas chaqueños, sino también varios etnólogos, antropólogos y otros individuos de diversas nacionalidades que respetaron y valoraron las culturas originarias, legando a la posteridad sus valiosos escritos. Entre ellos, el Marqués de Wavrin (2017) y Luis de Boccard, que se ocuparon en dilucidar las identidades étnicas en el Gran Chaco. En realidad, ese objetivo ocupó los esfuerzos de mucha gente durante los últimos dos siglos.
Algunos de los principales referentes que probablemente se empeñaron más a fondo en el asunto fueron Joaquín Camaño, un jesuita del XVIII; el etnólogo Alfred Métraux y el artista Guido Boggiani. Con relación a este último, es importante señalar que, a más de todas sus obras, dejó un manuscrito inédito en donde enfatiza que el principal problema de conocimiento etnográfico es el de esclarecer las identidades étnicas en el Gran Chaco. Según sus propias palabras, Boggiani anticipaba en pocas líneas uno de los elementos clave para la solución del desorden onomástico chaqueño, afirmando que los nombres étnicos forman parte de conjuntos de naturaleza lingüística; y, por lo tanto, son relativos a las categorías propias de los sujetos que hablan cada una de las lenguas, y no identifican necesariamente de manera unívoca y absoluta a sociedades cuyos miembros comparten exclusivos sistemas de códigos (Boggiani, 1901).
En 1902, Guido Boggiani fue asesinado durante un viaje por la región de los Tomárahoishir en el Alto Paraguay. Su cuerpo fue rescatado por José Cancio, un comerciante y hacendado asturiano, gran conocedor de la región, que vivía cerca de la desembocadura del Pilcomayo.
Con respecto a la legislación, después de la Independencia Nacional (1811) y durante el gobierno de Francia (1814-1840), el fuerte Borbón (hoy Fuerte Olimpo) se convirtió en un poderoso baluarte para defender la frontera norte del país contra los portugueses y sobre todo contra los indígenas del Chaco. Varios fueron los decretos que promovían la formación de brigadas que debían combatir a los nativos, causando con estas disposiciones innumerables muertes tanto de estos, como de las milicias nacionales (ANA. Vol. 226. S.H. 1819). Además, en este periodo se nacionalizaron todas las tierras del país y en 1823 se declararon patrimonio del Estado más de la mitad de la Región Oriental y toda la región del Chaco.
Carlos Antonio López (1844-1862) también promulgó algunas leyes sobre tierras e indígenas. El 7 de noviembre de 1848, decretó la ciudadanía de los nativos del Paraguay y si bien se refería solo a las 21 comunidades guaraní y no precisamente a los chaqueños, la legislación marcó un triste hito de la vida independiente del Paraguay. No se les dio ni libertad ni ciudadanía completa a los pueblos indígenas. Por el contrario, es el anuncio y principio de lo que serían posteriormente, las políticas de Estado con respecto a los pueblos originarios (Pastore, 2008). Otra prueba de esta legislación fue la Constitución de 1870 que legalizaba una posición discriminatoria contra los indígenas, dando atribuciones al Congreso de “proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión al cristianismo y a la civilización” (Art. 72, inc. 13), sin que jamás se reconocieran sus territorios.
En tanto, la actual Constitución (1992) en lo que atañe a los pueblos indígenas incluyó varios artículos, resultado de propuestas trabajadas por los mismos nativos en diversos encuentros. Así quedó, por ejemplo, el Artículo 62: Esta Constitución reconoce la existencia de los pueblos indígenas definidos como grupos de culturas anteriores a la formación y constitución del Estado paraguayo.
Sin embargo, la pérdida de los territorios históricamente ocupados por los pueblos indígenas en el Paraguay fue operada arbitrariamente por el Estado a través de la promulgación de leyes y decretos de disposición de tierras, leyes confiscatorias, consistentes en la nacionalización primeramente y la enajenación posteriormente de las mismas, obviamente sin acuerdo o participación alguna de los poseedores ancestrales, quienes han sido sistemáticamente usurpados de sus territorios y discriminados social y culturalmente.
La Guerra contra la Triple Alianza
La Guerra contra la Triple Alianza fue un conflicto bélico cuya duración abarca desde diciembre de 1864 hasta marzo de 1870, en el cual la Argentina, el Brasil y el Uruguay enfrentaron al Paraguay. En ese escenario participaron en forma activa los nativos chaqueños, quienes no conocían de límites convenidos por los gobiernos, aún no bien definidos por ese entonces entre el Paraguay y el Brasil, por lo tanto, podían enrolarse en uno u otro ejército. Sin embargo, las autoridades brasileñas, desde una década antes de la guerra, ya habían discutido la pertenencia de ciertos grupos, pobladores del norte de la región, hecho demostrado en los protocolos de las conferencias efectuadas en 1856, en Río de Janeiro, con el propósito de solucionar las cuestiones de límites entre ambos Estados, tan complejas como ineficaces y en donde se manifiesta la subordinación del indígena a las razones territoriales.
En efecto, en dichas reuniones se mencionó la presencia de los Guaicurú y Zamuco, como pruebas de posesión de territorios de ambos países. En ese sentido, en la primera conferencia, el canciller brasilero, José María Da Silva Paranhos, uno de los diplomáticos más lúcidos del Río de la Plata, había argumentado que: “los indios Guaicurus que por allí havitan son súbditos del Imperio, a cuyas autoridades únicamente reconocen y obedecen” (Bordenave; Rachid, 1988).
En la siguiente conferencia, realizada el 21 de ese mes y año, el canciller paraguayo, José Berges, replicaba que tales indígenas no tenían residencia fija, porque generalmente residían en un lugar y otras veces en otros y que los Guaicurú que entraron al territorio paraguayo “nunca hicieron parte de la Nación Brasilera… y sobre quienes es muy difícil ejercer jurisdicción porque son hordas nómadas que vagan por las márgenes del río Paraguay…” (Bordenave; Rachid, 1988).
Las discusiones sobre estos temas entre las dos cancillerías continuaron sin llegar a ningún acuerdo, tanto en las cuestiones de límites como en la posesión de los indígenas. No obstante, los oficiales de los fuertes brasileros asentados en la región del Pantanal, sin formalidades ni convenios, aprovecharon el concurso de los nativos para combatir contra las fuerzas paraguayas.
La invasión a Mato Grosso (XII-1864) se inició con un contingente integrado por 3.000 hombres bajo las órdenes del coronel Vicente Barrios, al que se le unió una división comandada por el coronel Francisco Isidoro Resquín para atacar los fuertes de Miranda y Noaqui, y otra, bajo el mando del capitán Martín Urbieta para embestir sobre las colonias de Dourados y Diamantina. La escuadrilla tenía que operar sobre Coímbra, Albuquerque, Curumbá y Cuyabá. En esas invasiones, los Guaicurú al servicio del Imperio brasileño tomaron la iniciativa de preparar emboscadas y hostilizar a los soldados paraguayos y fueron también los Terenos, Layanás, Charavaná y Kinikinao de la familia Chané, quienes, con sus conocimientos del terreno y de sobrevivencia, guiaron a los soldados brasileros, fugitivos de sus fuertes, por las sierras aledañas, donde les facilitaron las condiciones necesarias para sobrevivir en los primeros años del conflicto. Como puede observarse, fueron los Chané y Guaicurú los que llevaron a cabo la defensa brasilera en dicha campaña (Da Cunha, 1992).
Desde los inicios de la campaña de Mato Grosso, la región del Pantanal fue el escenario donde más participaron los indígenas. Actuaban de manera aislada contra las tropas paraguayas en una guerra de guerrillas y al mismo tiempo, saqueando los fuertes que ahora estaban a cargo de las milicias nacionales. Fue precisamente en estas contiendas donde gran parte de la población indígena pereció bajo las armas de fuego, inclusive muchos nativos fueron tomados prisioneros y posteriormente ajusticiados, entre quienes se hallaba una india-recluta, que portaba un fusil a chispa (Costa, 2006). No es de extrañar que entre los indígenas capturados y posteriormente ejecutados se encontrasen mujeres, pues era costumbre entre los nativos chaqueños, la participación femenina muy activa en las contiendas intertribales.
Sin lugar a duda fueron los Guaicurú quienes, desde los inicios hasta el final del conflicto, se convirtieron en los más firmes aliados de las tropas imperiales. Estuvieron en la defensa del fuerte de Coimbra y en la villa de Miranda y en el transcurso de la guerra su participación fue esencial como destacamento de avanzada. Tanto hombres como mujeres de esta parcialidad, armados con fusiles atacaban las poblaciones paraguayas del norte del país, incautando bastimentos, municiones y sobre todo mujeres, entre ellas nativas guaraníes (Boggiani, 1975). Si bien no existen registros documentales sobre la cantidad de nativos fallecidos, se infiere que fueron en gran número los que perecieron en el lustro que duró esta cruenta conflagración.
Enclaves extranjeros y nacionales
Una de las terribles consecuencias de la Guerra contra la Triple Alianza fue la venta de las tierras públicas con el fin de cubrir los gastos fiscales. Extensos territorios, de acuerdo con las leyes promulgadas en 1883 y 1885, fueron vendidos a compañías extranjeras y a particulares, quienes pasaron a ser los mayores propietarios en detrimento de los primitivos pobladores del Chaco y de los pequeños agroganaderos en la Región Oriental. A partir de las últimas leyes citadas, se habilitaron en todo el país grandes latifundios con fuerte presencia de inversores angloargentinos, brasileños y franceses (Pastore, 2008).
En el periodo de 1880-1890, se instaló en el Paraguay un poderoso capital internacional que se apropió y controló la tierra, principal fuente de ingresos del país, inclusive más que la producción agrícola. Las cifras de las ventas son reveladoras de la concentración de la tierra y la creación de latifundios. En el territorio chaqueño, en ese período solamente 25 personas eran dueñas de más de 6 millones de hectáreas.
En poco más de una década, se transfirió a manos privadas el 64% de la superficie del Paraguay. El latifundio en el Chaco estaba representado por la empresa Carlos Casado, que en sucesivas operaciones había comprado un total de 5.625.000 hectáreas, seguido por otras empresas hasta un total de tierras vendidas de más de 13 millones de hectáreas, es decir se apropiaron de casi la totalidad del Chaco (Chase Sardi, 1998).
Los nuevos dueños de las tierras, mayormente empresas angloargentinas, descubrieron la existencia de árboles de quebracho, reconocidos por la dureza de su madera destinada a construcciones en general y principalmente para su uso como durmientes de vías férreas.
Otro elemento también importante y motivo de explotación de estos enclaves extranjeros fue el tanino, descubierto a finales del siglo XIX. Se trata de una sustancia producida a partir de la madera del quebracho, que servía para curtir cueros. Gracias al tanino se mejoraba la calidad y se aumentaba el peso en un 30%. Pero la ventaja principal del tanino consistía en que aceleraba bastante el proceso de elaboración del cuero, reduciéndolo a una decena de días, mientras que, con otros reactivos, como el extracto del castaño, el proceso se extendía por varios meses. El modelo taninero puso en funcionamiento un régimen de relación laboral similar al esclavista, donde la mano de obra -de mayoría indígena- era explotada hasta su límite máximo. Además, la deuda acumulada por los trabajadores debido al sistema, nunca se saldaba, pasando al siguiente pariente, para continuar con el trabajo, además existían milicias privadas armadas que protegían todo este sistema pagado por el patrón, y si el indio no cumplía con las tareas impuestas, era inmediatamente ejecutado (Pastore, 2008).
La conformación de grandes latifundios en manos de extranjeros confinó a los pueblos indígenas a vivir cercados por alambrados y ser utilizados como esclavos. En esa inmensa propiedad los nativos jugaron el rol central de mano de obra como hacheros y obreros de las fábricas, formando barrios indígenas en los puertos tanineros. Con estas acciones, se explotó a la población autóctona en los obrajes para la deforestación y extracción de tanino, gracias a la legislación vigente sobre peonaje forzoso. En poco tiempo, los pueblos indígenas pasaron a formar un recurso explotable más de las tierras vendidas, tratados con ese mismo carácter y viendo disminuidos sus recursos e impedidos lentamente de circular y disponer de ella de manera libre, como antiguamente lo habían hecho. Circunstancias que no solo propiciaron la decadencia demográfica, sino también la pérdida de muchos elementos culturales nativos. En la década de 1950, se inició el retiro de las empresas tanineras con la desmovilización de las fábricas y la migración de obreros que trabajaron en dichos emporios (Vázquez, 2013). Esta etapa significó el fin del ciclo del tanino, pero los daños ocasionados a la población indígena fueron irrecuperables.
En 1926, arribó al Paraguay un contingente de 360 menonitas provenientes de Rusia y de Canadá, con el objetivo de ocupar un territorio de la Región Occidental. A esta primera oleada migratoria le siguieron otras en los años posteriores. La colonización de este grupo de doctrina anabaptista permitió un influjo agroganadero en zonas deshabitadas del Chaco. El Gobierno les ofreció condiciones favorables para su instalación como: libertad de culto, posibilidad de tener sus propias escuelas, autoadministración, liberación del servicio militar obligatorio, entre otros puntos. Sin embargo, la intención gubernamental era la de contrarrestar la paulatina invasión boliviana en territorio chaqueño. Aunque el inicio fue bastante severo por las condiciones del suelo, el clima y los enfrentamientos con los indígenas, los menonitas lograron ganar su confianza por medio de trabajos asalariados y recompensas, y de esta manera los colonos establecieron un sistema productivo importante para el país. Por su ubicación geográfica, los Enlhet fueron los primeros en entablar relaciones desde el comienzo de la colonización.
En el trascurso de las primeras décadas, la lucha de los menonitas fue solo por la supervivencia en el Chaco, varios abandonaron la región convencidos de que era imposible su radicación, muchos fallecieron por epidemias, expediciones al monte, accidentes de trabajo (excavaciones de pozos) y en algunos casos por asaltos de los ayoreos.
Sin embargo, con el paso del tiempo, otros grupos indígenas menos belicosos se acercaban a los colonos con el propósito de obtener alimentos, ya que sus hábitats habían sido ocupados por estancieros, por empresarios forestales o por los mismos colonos. Esta situación motivó la creación de una oficina de asistencia que después se convirtió en la Asociación de Servicios de Cooperación Indígena Menonita (ASCIM). Institución creada para encarar la ayuda y protección a los nativos, pero en contrapartida, los colonos desarrollaron un marcado proselitismo religioso y cultural que legitimaba la exclusión del universo indígena y organizaba la construcción de los nuevos espacios geográficos, económicos, ideológicos, factores que fueron desarrollando, cada vez más, gravitación sobre la población nativa (Kalisch, 2007).
Considerando que la tierra es la base para el desarrollo étnico y económico, su pérdida representa una realidad lamentable y perjudicial como condición básica para la sobrevivencia de las comunidades nativas. Situación que se agravó en la década de los años 40, cuando gracias a las leyes vigentes sobre las tierras fiscales, varios hacendados paraguayos adquirieron extensas zonas en el Chaco a bajo precio y establecieron sus estancias o sus empresas agrícolas, deforestando los bosques y alambrando sus propiedades, hecho que implicó el despojo de los recursos subsistenciales de los nativos, a más de la dispersión de sus aldeas y las crisis de sus sistemas socioculturales. Pero probablemente, las circunstancias más adversas de estos enclaves agroganaderos fueron las terribles matanzas que los capataces de las estancias realizaban periódicamente contra los indígenas asentados en las áreas aledañas a dichos establecimientos (Bonifacio, 2017). Incidentes que conllevaron a la reducción demográfica nativa en una etapa que se suponía que este tipo de situación ya debía ser superada.
Guerra del Chaco
En el transcurso de los años 1932 y 1935, el Paraguay y Bolivia se enfrentaron en un sangriento conflicto por la posesión del Chaco, región escasamente poblada, cuya titularidad reclamaban ambos países por la presunta existencia de petróleo. Cuestión que también motivó el interés de ciertas compañías petroleras de otros países y estimuló el inicio de la guerra.
Desde fines del siglo XIX, Bolivia fue adentrándose paulatinamente en territorio chaqueño y a inicios de la siguiente centuria, fundó varios fortines en las regiones de los Zamuco y Mataco, en tanto el Paraguay ocupó los espacios de los Chamacoco, Lengua y Macá, con el fin de reforzar su soberanía.
En todo ese transcurrir se desataron varios enfrentamientos entre los ejércitos boliviano y para-guayo, situación que promovió la mediación de otras naciones, por medio de tratados y protocolos. No obstante, el 15 de junio de 1932, el fortín paraguayo Carlos Antonio López, situado en las cercanías de la laguna Pitiantuta, fue atacado por tropas bolivianas. El teniente coronel José Félix Estigarribia, comandante de la Primera División de Infantería, ordenó la retoma del mencionado fortín y con este acto se inició la guerra (Monte de López Moreira, 2012).
En este conflicto, los nativos de varias parcialidades sirvieron de guías e informantes, acondicionaron los itinerarios en el avance de los ejércitos, nominaron sitios, fungieron de patrulleros, espías de los exploradores al servicio de ambos países, como el capitán Víctor Ustarez para el gobierno boliviano y por el Paraguay, al general ruso Iván Belaieff.
Es de advertir que, a diferencia del ejército paraguayo, el boliviano ya poseía una cultura del reclutamiento de indígenas iniciada en el siglo XIX, integrando en sus filas, verdaderas unidades de combate. Mientras que el Gobierno del Paraguay, recién al comenzar la contienda dispuso el reclutamiento de auxiliares originarios y organizó las milicias con nativos Macá, Chamacoco y sus parientes, los Tomaraho. Se puede afirmar que la intervención indígena en la guerra, del lado boliviano, fue una participación compulsiva. En cambio, del lado paraguayo fue una asistencia con ribetes más suavizados porque fue fruto de las negociaciones del Gobierno paraguayo con las empresas forestales y los patrones de las estancias ganaderas. Por otra parte, la consideración que ambos ejércitos tuvieron con los pueblos originarios fue bastante negativa.
Se sirvieron de sus recursos económicos y humanos, de sus conocimientos del terreno y de otras condiciones inherentes del indígena, quien estaba habituado al ambiente, pero no previeron a tiempo el servicio sanitario ante la propagación de la viruela, el cólera, la tifoidea, el paludismo y la avitaminosis, pese a que ambos ejércitos organizaron importantes barreras sanitarias con el propósito de evitar la trasmisión de los males endémicos a través de campañas de vacunación masiva.
Si bien el impacto sanitario fue importante, no impidió que los pueblos originarios sufrieran el contagio de tales afecciones, debido a la promiscuidad en el relacionamiento con las fuerzas militares, en un momento en que aún se desconocía el uso de la penicilina. Para evitar mayores estragos, el Servicio de Sanidad dispuso medidas drásticas como el incendio de campamentos nativos, sospechosos de constituir focos de enfermedades contagiosas, ocasionando de esta manera la muerte masiva de una cantidad considerable de indígenas.
De todos los nativos muertos en esta guerra, los que no perecieron por el impacto de la metralla sucumbieron por el contagio de las enfermedades endémicas (Verón, 2015). Pese a todo, en ese escenario bélico, la presencia indígena fue muy significativa por todas las funciones desempeñadas a favor de los combatientes, tanto paraguayos como bolivianos, pero lamentablemente sus actividades no fueron visibilizadas por gran parte de la historiografía oficial.
Conclusión
Desde hace algunos años, el Estado paraguayo está tratando, por medio de diversas legislaciones, de reivindicar los derechos del indígena y del mismo modo, los pueblos nativos tratan de mantener su identidad cultural, siendo la lengua uno de los elementos significativos de dicha identidad. En la actualidad, de las seis o siete familias lingüísticas chaqueñas prehispánicas, quedan solo cuatro: Zamuco, Mataco, Guaicurú y Maskoy y todas con una gran pérdida de sus primitivas bandas o grupos.
De los Zamuco perviven los ayoreos (Ayoweo) y que por error se los llaman moros. Pertenecen a esta etnia los Totobiegosodes, en su gran mayoría, monteses que no han tenido contacto con los blancos y se resisten a ello. Se hallan ubicados en las cercanías de Cerro León, donde tienen asentadas sus comunidades. Otra etnia perteneciente a esta misma familia es la de los antiguos Chamacoco, hoy día denominados Ishir, establecidos en el departamento de Alto Paraguay, distribuidos en dos grupos: los Chamacoco Yvytoso, asentados en dos comunidades y ubicados en medio de las anteriores, se hallan establecidos los Tomáraho. En total la familia Zamuco cuenta con una población de aproximadamente 3.587 personas.
De la familia lingüística Mataco, subsisten los Nivacké (Chulupí), Maká y Manjuí (Chorotí), todas estas etnias se hallan asentadas al norte del río Pilcomayo, desde Cañada Milico pasando por el Estero Patiño hasta el brazo norte del citado cauce. Las tres parcialidades alcanzan una población de 13.762 almas.
Probablemente, una de las etnias más prolíficas que sobreviven hasta el presente correspondan a la familia Mascoy, establecidas entre los riachos Curupayty, Mosquito, Yacaré Norte, San Carlos, Verde y Siete Puntas. Pertenecen a esta familia los Enlhet (Lengua), agrupados a su vez en dos comunidades, los Enlhet del norte y los del sur; luego están los Guaná, Sanapaná, Angaité y Tobamaskoy. Según registros, su población totaliza 21.502 personas.
De la familia Guaycurú, solo se citan a los Gon lik (Toba qon) con 1.474 nativos. Todas estas poblaciones son estimativas porque los desplazamientos a los que están acostumbrados algunos grupos, sumados además a los fallecimientos y nacimientos, impiden un registro demográfico exacto de cada etnia. La mayor parte de estas comunidades indígenas, salvo los ayoreos, se encuentran en áreas de influencia de Mariscal Estigarribia y Filadelfia, zonas en las que pueden acceder a trabajos remunerados, servicios médicos y asistencia por parte de los menonitas y de instituciones instaladas en estas localidades (Tierra Viva, 2021).
Como se reseñó en el desarrollo del trabajo, los indígenas fueron permanentemente agraviados, tanto en sus patrones culturales, como en la ocupación de sus dominios ancestrales. Sus territorios fueron devastados, su medio ambiente fue deteriorado y muchos recursos naturales fueron desapareciendo y con estos, sus tradiciones, medicinas, rituales, etc. En definitiva, padecieron de múltiples inseguridades.
Por una cuestión de sobrevivencia, gran parte de los nativos del Chaco Central viven en estancias y en empresas agrícolas, trabajando como peones y otros de changadores y bogadores, en los puertos del Alto Paraguay. Por otra parte, casi todos los pueblos tratan de mantener la memoria de sus antepasados para que los jóvenes y niños conserven las tradiciones ancestrales, a través de danzas, ceremonias rituales y labores artesanales. En ese mismo contexto, algunas organizaciones indigenistas trabajan en proyectos para evitar la extinción de sus lenguas, sus tradiciones y sus identidades.
Es de saber que, en la actualidad, solo una pequeña parte de las comunidades indígenas dispone de una parcela de tierra y la mayoría de ellas están sobrepobladas y cuentan con un medio ambiente que no garantiza la práctica de estrategias económicas tradicionales de subsistencia ni aseguran, en muchos casos, el mantenimiento de las necesidades básicas de alimentación.
En ese sentido, una materia pendiente del Estado paraguayo es asegurar a los indígenas chaqueños la tenencia de la tierra para que puedan recomponer su cultura ancestral y hallar las formas de desarrollo sustentable, solo así se logrará cumplir a cabalidad con los artículos propuestos en la Constitución Nacional (1992) en relación con el derecho de preservar y desarrollar su identidad étnica en su propio hábitat, a la propiedad comunitaria de la tierra, proveída gratuitamente por el Estado, a participar libremente de la vida económica, política y cultural del país, al respeto de sus peculiaridades culturales, a la defensa contra la regresión demográfica, a impedir la depredación de su hábitat, a la protección de su medio ambiente, evitar la explotación económica y la alienación cultural.
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