Resumen:

La violencia y la desaparición de personas evidencian la crisis humanitaria que prevalece en México; del 01 de enero al 07 de marzo de 2023, se reportaron 2,851 personas desaparecidas, de esta cifra, 1,994 no han sido localizadas. Se han articulado esfuerzos entre familiares, activistas, especialistas y organismos para emprender la búsqueda, que además de la localización, busca resignificar la vida de las personas desaparecidas. Este artículo tiene el propósito de reflexionar sobre las posibilidades de la literatura para resignificar las desapariciones en México, a partir de dos textos: uno periodístico y otro literario. Se concluye que la literatura puede constituirse como una vía para darle sentido a la realidad, estimular la empatía y preservar los afectos asociados a la desaparición, no para prolongar el sufrimiento, sino para replantear el presente, con la aspiración de construir un futuro donde la angustia y el dolor no formen parte del paisaje afectivo.

Abstract:

Violence and disappearances of people highlight the humanitarian crisis prevailing in Mexico. From January 1 to March 7, 2023, 2,851 people have been reported missing, of which 1,994 have not been found. Efforts have been made between families, activists, specialists, and organizations to undertake the search for missing persons. The search aims to not only locate them but also to give meaning to their lives. This article reflects on the potential of literature to give new meaning to disappearances in Mexico, based on two texts: one journalistic and one literary. It concludes that literature can be a way to make sense of reality, stimulate empathy, and preserve the emotions associated with disappearance, not to prolong suffering, but to reconsider the present with the hope of building a future where anguish and pain are not a part of daily life.

Palabras clave:
    • crisis humanitaria;
    • desaparición forzada;
    • literatura;
    • México;
    • violencia.
Keywords:
    • humanitarian crisis;
    • enforced disappearance;
    • literature;
    • Mexico;
    • violence.

Introducción

México enfrenta una acentuada crisis humanitaria como resultado de la violencia generalizada, el crimen organizado y la desaparición de personas, que cada día cobra relevancia tanto por la cantidad como por la frecuencia con la que se contabilizan. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (2017) señala que la desaparición de personas es un delito pluriofensivo, pues no solo daña a la persona, sino también a su familia, allegados y a la sociedad en general, toda vez que al dolor de la ausencia se suma la incertidumbre sobre la vida de quien desaparece.

Los datos de la Comisión Nacional de Búsqueda (2023) revelan que, del 01 de enero al 07 de marzo de 2023, se han reportado 2,851 personas desaparecidas, de las cuáles, 1,994 continúan sin ser localizadas (69.9% del total). Las entidades con mayor número de personas sin localizar en lo que va de 2023 son: Estado de México con 639, Nuevo León con 412 y Michoacán con 329; en Jalisco, se han reportado 9 desapariciones en el presente año.

Las cifras permiten cuantificar la magnitud de esta crisis humanitaria, pero no son suficientes para dimensionar el dolor, la angustia y la desesperación de las familias que se encuentran en la búsqueda de quienes han desaparecido. Así, a la carga afectiva y al drama de la desestructuración familiar que acompaña la desaparición de personas, se suman las interpretaciones confrontadas y diversas que sitúan al estado mexicano, como el principal responsable de estos acontecimientos, a partir de su omisión y sus intentos por ocultar y manipular los hechos (Vicente, 2020; Zícari, 2021)

Por ello, Reveles (2015) señala que las cifras en manos de la autoridad se convierten en instrumento de manipulación, toda vez que los datos se toman como punta de lanza para el ataque entre posturas políticas antagónicas, lo que a su vez confunde a la sociedad, pues los señalamientos cruzados entre los grupos de poder político dejan a un lado lo trascendente: las vidas de las personas desaparecidas.

En cambio, -continúa Reveles (2015) -, cuando las cifras están en manos de la sociedad y de las familias de las víctimas, no buscan la espectacularidad mediática; se convierten en instrumentos para exigir justicia, pues se erigen como las pruebas que permiten contrastar las verdades históricas, aquellas construidas desde las estructuras del poder para forzar la verosimilitud ante la barbarie (Salazar & Castro, 2021; Zícari, 2021).

Los señalamientos al estado mexicano sobre su incapacidad para proteger a la ciudadanía y resolver de manera transparente las desapariciones y la violencia generalizada en el país, comenzaron a presentarse a partir de la masacre de Tlatelolco en 1968. Para 2006, la “guerra contra el narcotráfico” supuso una vía para que el estado intentara renovar su legitimidad a partir del uso de la fuerza pública. Sin embargo, la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa se convirtió en un evento catalizador que conectó este episodio con otros acontecimientos traumáticos en la historia del país, convocando afectos y significados que habían quedado pausados (Marcial, 2015; Zícari, 2021).

A partir de entonces, activistas y familiares emprendieron movimientos tanto para encabezar protestas, como para recorrer el país en busca de quienes han desaparecido. Ante la catástrofe que representa la desaparición, la búsqueda de personas se convirtió en un esfuerzo por resignificar y representar a quienes están ausentes (Franco, 2019). Estos colectivos, además de emprender la búsqueda de personas, se han esforzado por reconstruir los acontecimientos que llevaron a la desaparición de las personas, no como un simple recuento de la historia, sino construyendo una memoria colectiva portadora de aspiraciones y utopías que proveen de significados tanto a la búsqueda, como a la comprensión de esta realidad (Brito & Villamil, 2006).

Este contexto plantea la necesidad de señalar que, además de contar a las personas desaparecidas, es urgente hablar de ellas, nombrarlas, revelar que detrás de las cifras existen historias, significados, proyectos de vida que, por el momento, han dejado de latir. Nombrar a las personas desaparecidas es un esfuerzo por evitar que continúen ausentes, perdidas en el mar de los números. Contar sobre las personas desaparecidas (y no únicamente hacer un recuento de quienes han desaparecido), es un intento por mantener presentes a quienes, por ahora, no están entre nosotros ¿Cómo lograrlo? La literatura parece anticipar posibles respuestas.

Pese a que se ha discutido ampliamente sobre la literatura como ficción (Saganogo, 2007), existen planteamientos que revelan el estrecho vínculo de la literatura con la realidad, pues es de ahí de donde los relatos toman su sustancia para trascender hacia lo literario, como un esfuerzo por suspender por un instante, algún fragmento de la vida ya sea para vivirla de nuevo, reinterpretarla, o bien, para reivindicarla.

Las posibilidades de la literatura como una forma para revindicar la realidad se asoman en Laëtitia o el fin de los hombres, un relato de Iván Jablonka (2016) que se sitúa entre la crónica y la novela de no ficción, para abordar el feminicidio de Läetitia Perrais ocurrido en 2011 en Francia. Al respecto, Jablonka escribe:

No conozco relato de crimen que no valore al asesino a expensas de la víctima. El asesino está ahí para narrar, para expresar su arrepentimiento o para pavonearse. De su juicio, él es el punto focal, si no el protagonista. Quisiera, en cambio, liberar a las mujeres y a los hombres de su muerte, arrancarlos del crimen que les hace perder la vida, y hasta la humanidad. No honrarlos en cuanto “víctimas”, ya que eso también implica remitirlos a su fin; simplemente rehabilitarlos en su existencia, dar testimonio por ellos. (Jablonka, 2016, pp. 9-10)

Desde esta perspectiva, la literatura se concibe como un puente que permite el intercambio de perspectivas entre la persona lectora con la realidad; al respecto, Bombara (2017) señala que el acto de leer, permite poner en cuestión las visiones, opiniones y discursos que entraman las narrativas, de modo que cuando la lectura trasciende lo literario, se adentra a la esfera íntima de cada persona, cuestionando sus certezas, su concepción de la realidad, e incluso, sus posicionamientos respecto a ciertos hechos.

De esta forma, la lectura se convierte también en una experiencia formativa, pues los relatos no sólo esbozan un mundo posible, sino que permiten reflexionar sobre el mundo en el que se vive; sobre esto, Villoro (2014) plantea: “las palabras convocan a un mundo paralelo. Escribir (…) equivale a recrear de otro modo lo que los espectadores ya conocen. El raro misterio de la palaba consiste en darle valor y emoción a lo que ya sabíamos” (p.19).

La lectura como posibilidad formativa o, en otras palabras, como elemento que contribuye al descubrimiento del mundo, continúa con Larrosa (2011), quien sostiene que la lectura tiene posibilidades de diluir -o por lo menos permitir el tránsito entre- lo imaginario y lo real. Esto es posible toda vez que, para el autor, la imaginación -elemento esencial en la ficción- no se reduce únicamente a la irrealidad o a la fantasía, tampoco se concibe como una relación reproductiva con la realidad (como si se tratara de una copia). En cambio, propone partir de la acepción latina de la palabra ficción, que es facere, cuyo significado es hacer, para comprender que la literatura construye una relación productiva de la imaginación con la realidad, toda vez que permite reinterpretarla, incrementarla e incluso, plantear elementos para su trasformación.

Es por ello por lo que Larrosa (2011) sostiene que la lectura es una relación que produce un sentido entre quien lee y el entorno que le rodea; así, la lectura se convierte en una forma de interpretar el mundo, de intentar comprenderlo para dotarle de un significado. Larrosa agrega que todo aquello cuanto sucede puede ser considerado un texto, pues “es como si los libros, pero también las personas, los objetos, las obras de arte, la naturaleza o los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor quisieran decirnos algo” (p. 21). Quien se inicia en la lectura no hace otra cosa más que desarrollar su capacidad de atender, de escuchar, de aprehender todo aquello cuanto la realidad tiene que decir; por ello, Larrosa concluye “una persona que no es capaz de ponerse a la escucha, ha cancelado su potencial de formación y de transformación” (p. 21).

A partir de lo anterior, el presente artículo tiene el propósito de reflexionar sobre las posibilidades de la literatura para resignificar las desapariciones en México. Para lograr este propósito, se retoman dos textos: el primero es un documento periodístico, el segundo se trata de un texto literario; con esto, se busca ilustrar el contexto de la desaparición de personas, que ha lastimado al país en los últimos años.

De la trama a la urdimbre: la literatura como espejo de la realidad

En una nota publicada en el periódico La Jornada el 08 de febrero de 2017, Javier Valdez Cárdenas -periodista asesinado el 15 de mayo de 2017- documenta la historia de Carlitos, un niño de 8 años a quien llama el buscador de restos humanos más joven del país. El motivo de la búsqueda es su hermana menor, Zoé Zuleika de 6 años, que lleva un año desaparecida. La vio por última vez cuando asistió junto con su madre, sus hermanos de 18 y 20 años, la niña desaparecida y su padre, a una fiesta que organizó su abuelo paterno.

La niña se quedó dormida en la camioneta de su padre. Cuando la familia decidió retirarse, había desaparecido. Los sospechosos son su padre, sus tíos y su abuelo paterno, pues no mostraron interés por la desaparición, ni participaron en la búsqueda. Cuando a Carlitos le preguntan “si le hablaras a tu hermana ¿qué le dirías?”, el niño responde “que la amo, que la extraño, que ya no la voy a desproteger. Pude cuidarla, no permitir que mi papá la subiera a la camioneta”. “A su corta edad, trae cargando una culpa que no le toca” puntualiza el periodista (Valdez, 2017).

En 1997, José Emilio Pacheco publicó el cuento Tenga para que se entretenga. Situado en la década de 1940, el texto narra la historia de Rafaelito, un niño de 6 años que desaparece tras entrar a una cueva subterránea en el Bosque de Chapultepec, guiado por un misterioso personaje, mientras su madre, Olga Martínez, se encontraba descansando del paseo (Pacheco, 1997).

Tras la desaparición, su padre, el ingeniero Andrade -que se había vuelto millonario gracias a las concesiones de puentes y carreteras que le otorgó Maximino Ávila Camacho, hermano de Manuel Ávila Camacho, presidente de la República Mexicana de 1940 a 1946- movilizó a los cuerpos de seguridad para encontrarlo.

El relato avanza describiendo los pormenores de la búsqueda. Pacheco señala que este caso permitió que la gente tuviera “un escape de la miseria, las tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los apagones preventivos contra un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la corrupción, la incertidumbre” (p. 106). Una de las características de la narrativa de José Emilio, consiste no sólo en relatar con extraordinaria lucidez los acontecimientos de su época, sino escribir, como si fuera testigo de los acontecimientos del presente.

La historia da un giro cuando los hechos adquieren un sesgo político: a través de un semanario, se difunde una nota que señala a Maximiliano Ávila Camacho -quien pretendía suceder a su hermano en el poder- como el responsable de la muerte del niño. Se sospechaba que Maximiliano Ávila pretendía evitar que el niño le contara a su padre sobre la relación extramarital que Olga Martínez sostenía con él.

Al siguiente día, el periodista que firmó la noticia fue hallado muerto. Sobre su cuerpo, se encontró una nota donde externaba su remordimiento, elogiaba a Ávila Camacho y se disculpaba con la familia Andrade. Este relato, aunque situado a cierta distancia de la actualidad, no es ajeno al contexto de amenazas a la libertad de expresión, que dan cuenta de periodistas que han sido censurados, perseguidos, desaparecidos y asesinados, como resultado de los señalamientos que hacen hacia los grupos de poder. El caso de Javier Valdez Cárdenas es uno de ellos.

Tanto la desaparición de personas, como el asesinato de periodistas en posible relación con su labor, son hechos que han lastimado al país en los últimos años. Al respecto, la organización Artículo 19 documenta que, de 2000 a la fecha, se han identificado 153 asesinatos de periodistas en México en posible relación con su labor, de los cuáles 141 son hombres y 12 son mujeres. De esta cifra, se tiene que, hasta el 15 de marzo, se habían contabilizado 8 asesinatos de periodistas en lo que va del año (Article 19, 2022).

Como ocurre con las noticias sobre desapariciones, José Emilio Pacheco concluye su relato de forma extraordinaria: dos toreros que se encontraban en las inmediaciones del Bosque de Chapultepec cuando ocurrió la desaparición de Rafaelito, “gracias a métodos que no viene al caso describir” (p. 107), firmaron una confesión en donde se responsabilizan del secuestro del menor para, posteriormente solicitar una fortuna por su rescate y comprar sus triunfos en la Plaza de Toros. La confesión de los toreros indicaba que al enterarse de las relaciones que el ingeniero Andrade tenía con el presidente, en un ataque de miedo, asesinaron al menor, lo mutilaron y lo tiraron al canal de desagüe.

Para legitimar este testimonio, los medios oficialistas publicaron fotos del cuerpo de un menor extraídos del canal. Las dudas prevalecieron, pues, como sucede con las investigaciones sobre las desapariciones, el reporte oficial planteaba más interrogantes que certezas. Una de las dudas que surgió fue que, en las fotos de los periódicos, apareció el cadáver de un niño de ocho años, en lugar del cuerpo de Rafaelito, que tenía seis años. Para localizar el cadáver sustituto no hubo mayor inconveniente, pues, como desafortunadamente observa Pacheco, “en México, siempre que se busca un cadáver, se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa” (p. 108). El escritor de Las batallas en el desierto no sólo describe al México de entonces, también denuncia al México que nos ha tocado vivir: un país donde las desapariciones, el asesinato, el crimen organizado y la violencia desmedida son la llaga que lacera la vida cotidiana.

Las desapariciones en México mantienen abierta una herida que inició con la masacre de los estudiantes en Tlatelolco, se agudizó con la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y continúa sangrante con historias como la de Carlitos, o los restos humanos encontrados en cuatro fosas clandestinas ubicadas en la colonia Chulavista en Tlajomulco, Jalisco a finales de febrero de 2022 (G. Partida, 2022).

Cuando la realidad y la ficción se sobreponen, saltan algunas preguntas ¿Qué es lo que motiva a que se cometan tales actos? ¿Es el Estado, son los grupos delictivos, son las personas de a pie, las principales perpetradoras de estas atrocidades? Aunque las respuestas no quedan claras, el reconocimiento de esta catástrofe social ha propiciado que se articule a organizaciones de víctimas, académicos, especialistas y organismos internacionales para emprender esfuerzos por encontrar respuestas, buscar a las personas desaparecidas y construir una memoria colectiva que permita reinterpretar los hechos y dotar de significado a los afectos que quedan latentes ante la desaparición (Vicente, 2020; Zícari, 2021).

Recurrir a la memoria colectiva, es un esfuerzo para que los afectos, aquellos que quedan ante la desaparición, persistan en el tiempo entre la colectividad, no para prolongar el dolor, sino para mantener la marca de la ausencia y la distancia. Con esto, se pretende establecer una relación entre aquel pasado doloroso y un presente con posibilidades, con miras a construir un futuro donde las desapariciones y la violencia, dejen de lastimar la vida cotidiana (Ricoeur, 2004).

En este sentido, Morales, (2015) reflexiona sobre los procesos subjetivos para liberar el dolor de la desaparición y sus efectos emocionales, familiares y sociales de quienes han sido víctimas de la violencia. A partir de ello, hace hincapié en la importancia de otorgarles un nombre a quienes no están, de darles un lugar en nuestra historia, de reclamarlos, de exigir justicia, de buscarlos, con la intención de que la historia no se repita, que no se vuelvan un número en las interminables cifras de personas desaparecidas.

Una reflexión más surge de esto: en un contexto donde el valor de las personas parece estar determinado por cuánto poseen, por cuánto ganan, por cuánto producen, e incluso, por las relaciones que construyen, surge la necesidad de retribuir a la vida la verdadera dimensión que le corresponde: su inconmensurabilidad ante la historia. En la época de las desapariciones, de la tortura, de la crueldad humana, de la violencia ¿Qué significa la vida?, para no dejar en silencio a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, ni a los muertos de Tlatelolco, ni a quienes han sido desaparecidos y asesinados en otras latitudes, Morales (2015) cita a Atoine de Saint-Exupery:

¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:

  • Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…

  • Tendremos que esperar…

  • ¿Esperar qué?

  • Que el sol se ponga.

  • Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:

  • Siempre me creo que estoy en mi tierra.

  • (…) sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el atardecer cada vez que lo deseabas…

  • ¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!

  • Y un poco más tarde agregaste:

  • ¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste, ama las puestas del sol

  • ¿Entonces ese día de las cuarenta y tres veces, estabas muy triste?

  • Pero el principito no me respondió (de Saint-Exupéry, 2020, pp. 28-29).

Conclusiones

Una regla no escrita en las invitaciones consiste en anticipar a quien se invita sobre las ganancias que obtendrá al realizar alguna actividad. Lo mismo sucede con la lectura; ante la insistencia por leer, saltan algunas preguntas ¿para qué sirve leer? ¿qué beneficios se obtienen con la lectura? Entre los exhortos, destacan aquellos que señalan la posibilidad de ensanchar las visiones sobre el mundo, aprender lo desconocido, aumentar el espíritu crítico o no permitir la manipulación de los medios de comunicación (Argüelles, 2017).

Sin embargo, Pennac (1993) subraya un exhorto del que hay que tener cuidado: la lectura humaniza a las personas. ¿Qué tan cierta es esta afirmación? Mèlich (2019) sostiene que el siglo XX, ha mostrado que la cultura y la barbarie pueden ir de la mano: muchas personas lectoras, desde su posición, han despreciado y abusado de otros seres humanos. Steiner (2000), por su parte, plantea que un individuo podía trabajar por la mañana en un campo de concentración, torturando y quizá asesinando a personas y por la tarde leer a Goethe, a Shakespeare, escuchar a Mozart, a Bach o a Beethoven.

Si la lectura no hace más buenas a las personas ¿dónde radica su importancia?: la lectura permite explorar la condición humana. Leer posibilita tomar distancia de las experiencias personales para conocer, a través de otras historias, nuevas perspectivas que pueden ayudar a tomar decisiones sobre la propia vida. En el Cuento de la Isla Desconocida,Saramago (2007) ilustra esta toma de distancia de la siguiente manera: “si no sales de ti, no llegas a saber quién eres (…) es necesario salir de la isla para ver la isla, no nos vemos si no nos salimos de nosotros” (p. 6).

La lectura es un escenario para poner en contraste la empatía, librar de la censura a los pensamientos, intentar comprender -sin tantos juicios- las decisiones de los personajes y establecer contacto con experiencias que, sin la mediación de los libros, difícilmente se aceptarían. Sobre esto, Kundera escribe:

Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron. Por eso les quiero por igual a todos y todos me producen el mismo pánico: cada uno de ellos ha atravesado una frontera por cuyas proximidades no hice más que pasar. (Kundera, 2014, pp. 143-144)

Al leer historias cercanas a la propia experiencia, es posible caer en la cuenta de que aquello que genera preocupación, también inquieta a otras personas. Poner en palabras el desasosiego y reconstruir a través de historias las angustias personales, puede ayudar a analizar con mayor detenimiento aquello que genera inquietud. Para ilustrar esto, Villoro escribe:

Voy a contar lo que ocurrió cuando yo tenía 13 años. Es algo que no he podido olvidar, como si la historia me tuviera tomado del cuello. Puede sonar extraño, pero incluso siento las “manos” de la historia sobre mí, una sensación tan precisa que hasta sé que se trata de manos con guantes.

Mientras la historia sea un secreto, me tendrá prisionero. Ahora que comienzo a escribir experimento un ligero alivio. Las “manos” de la historia siguen sobre mí, pero un “dedo” ya se ha soltado, como una promesa de que estaré libre cuando termine. (Villoro, 2013, p. 7)

A principios del siglo XX, Breuer y Freud (1992) escribieron sobre una alteración psicológica que denominaron histeria; consistía en la manifestación de signos físicos como parálisis o pérdida de sensibilidad, sin que existiera alguna explicación médica. Breuer y Freud explicaron que gran parte de estas alteraciones estaban asociadas con elementos de culpa, vergüenza o temor por parte de las pacientes, como resultado de pensamientos, deseos o experiencias, que resultaban difíciles de admitir. A través de “la cura del habla”, como llamaron a su técnica, permitieron que las pacientes manifestaran aquello que tenían reprimido. Cuando notaban que lo que decían, no era censurado ni juzgado por el médico, comenzaban a aliviarse. La lectura, puede cumplir también este propósito.

Por último, es posible señalar que la lectura también es una forma de resistencia. Ante la violencia, las desapariciones forzadas y el caos que impera en el mundo, a Carlos Pereda, un filósofo uruguayo le preguntaron ¿Qué sentido tiene que existan filósofos, científicos, artistas, escritores? ¿Qué sentido tiene que en las universidades tranquilamente leamos y conversemos, si alrededor hay tanta desolación? El filósofo respondió:

Que pese a que tanto crimen y desamparo, tú y yo sigamos tranquilamente conversando, el que siga habiendo investigación científica, que siga habiendo poetas, pintores, que los maestros vayan cada mañana a dar sus clases, que los obreros vayan a trabajar, que haya música, en fin, que continúen los rituales de la vida y la vida misma. Esto, es una forma de decir ¡No! ¡Ustedes, quienes provocan la destrucción no han ganado! ¡Podrán secuestrar y torturar, pero no han ganado! Por supuesto, nosotros, los que conversamos y trabajamos, tampoco hemos ganado. Pero si dejamos de conversar, de trabajar, de crear, de soñar, si desesperamos, entonces ¡Ellos sí ganan! Precisamente, tiene que seguir habiendo poesía, tiene que haber educación, tiene que haber música, tiene que haber vida, como signo de que todavía hay vestigios de civilización para que Auschwitz no se repita. (Escamilla, 2012, pp. 158-159)

La desaparición de personas y la violencia generalizada evidencian la profunda crisis humanitaria que se vive en el país. Ante este escenario, diversos movimientos han surgido tanto para promover la búsqueda ante las desapariciones, como para resignificar su memoria. En este último sentido, el presente artículo pretendió posicionar a la lectura como un esfuerzo para dar testimonio de quienes no están. Además, se reflexionó sobre las posibilidades de la lectura para interpretar la realidad y dotarle de sentido, estimular le empatía ante los acontecimientos dolorosos y mantener vivos los afectos que se desencadenan en torno a la desaparición, no para prologar el sufrimiento, sino para reconfigurar el presente, con la aspiración de que, mediante las palabras y las historias, se construya un futuro donde el dolor ante las desapariciones no forme parte del paisaje emocional.

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