Resumen

En este artículo se indaga en torno al cambio de paradigma del sistema jurídico mexicano sufrido a raíz de la reforma constitucional en materia de derechos humanos, en el año de 2011. Al respecto se propone que dicho cambio de paradigma jurídico obedeció a la transformación del sistema político-económico mexicano, el cual, a su vez, fue instigado por la globalización, en tanto proyecto de hegemonía mundial impulsado por Estados Unidos a partir de la década de 1970. Es decir, más allá de reformar el sistema jurídico mexicano en función de una causa como la defensa de los derechos humanos, en realidad expresa el interés de la globalización como proyecto político de socavar el principio de soberanía nacional.

Abstrac

This article will investigate the paradigm shift of the Mexican legal system suffered because of the constitutional reform on human rights, in the year 2011. In this regard, it is proposed that said legal paradigm shift was due to the transformation of the Mexican political-economic system, which, in turn, was instigated by globalization, as a project of world hegemony promoted by the United States from the 1970s. That is, beyond reforming the Mexican legal system in function of a cause such as the defense of human rights, expresses the interest of globalization as a political project to undermine the principle of national sovereignty.

Palabras clave:
    • sistema jurídico mexicano;
    • reforma constitucional en materia de derechos humanos;
    • cambio de paradigma jurídico.
Key words:
    • Mexican legal system;
    • constitutional reform on human rights;
    • legal paradigm shift.

La pirámide de Kelsen y el sistema político-jurídico mexicano: un orden jerárquico y cerrado

En el sistema jurídico mexicano emanado de la constitución de 1917, se reproducía el concepto jerárquico de Kelsen. La llamada pirámide de Kelsen es una forma de entender la organización jurídica a partir de un esquema piramidal, con estructuras jurídicas bien definidas, así como su campo de aplicación, competencia y subordinación. Desde dicha visión se parte de un planteamiento iuspositivista, esto quiere decir que la validez del derecho está dada por el derecho mismo.

Según la noción kelseniana, “una norma sólo es válida en la medida en que ha sido creada de manera determinada por otra norma” (Kelsen, 2009, p. 118). Lo que, además de integrar un elemento de validez jurídica, establece un orden lógico de la expresión de las normas. Esto se expone gráficamente, a manera de una pirámide. En la punta de dicha figura está la constitución o “hipótesis básica”, seguida por un segundo nivel en donde se encuentran las leyes generales emanadas del legislativo, hasta llegar a la base, donde se encuentran ordenes normativos y decretos de diversa índole. La expresión jerárquica de la norma establece un principio de coherencia al aplicar la ley.

Desde el concepto de Kelsen, partiendo de una noción jerárquica de la norma, se intenta establecer un sistema jurídico libre de inconsistencias. De esa manera se privilegian las consideraciones lógicas, en términos jurídico-argumentativos, para establecer la aplicabilidad de la ley. Eso supone una relación de causas y consecuencias lógicas, desde donde se desprende un acto coactivo en caso de incurrir en la violación de la ley. Lo anterior pretende que la aplicación de la ley, así como la imputación, devenga de un elemento racional, y no de consideraciones subjetivas aisladas o preferentes (Ordoñez, 2012).

Según el filósofo, Enrique Dussel (2012), el iuspositivismo establece un sistema interpretativo cerrado en sí mismo, dado su criterio de validez, el cual deja de lado la consideración ética, moral y el cuerpo social que dota de legitimidad al orden normativo. Desde el planteamiento de Dussel, la ley puede ser válida en términos legales dado el principio normativo iuspositivista, pero a la vez no valida en un término legítimo, el cual es dado por la Plebs como principio subjetivo.

Es precisamente el factor subjetivo el que, desde de Kelsen, se intenta eliminar en todos sus aspectos, del entendimiento de la normatividad jurídica. El sistema jurídico a de descartar de sus posibilidades de procedimiento los factores subjetivos, para lo cual, además de un principio jerárquico que dote de coherencia la aplicación de la norma. Es necesario establecer un sistema cerrado, desde donde la validez de la norma sea producto del orden racional-normativo que la produjo. Ya sea que se trate de un orden normativo nacional o internacional, la fuente de la norma debe establecerse desde, por ejemplo, el Estado-nación, a partir de una norma constituyente. Lo cual niega el dualismo entre el Estado y el orden jurídico. Dicho de otro modo, “el Estado es, pues, un orden jurídico, pero no todo orden jurídico es un Estado” (Kelsen, 2009, p. 150). Esto establece que todo Estado, en cuanto que es, necesariamente es fuente de un orden jurídico.

En todo caso, el factor subjetivo de la norma, como bien lo señala Miguel Carbonell (2011), está dada en la legitimidad de la cual emerge la constituyente. La constitución, en tanto norma fundamental según el planteamiento kelseniano, es producto de un acto constituyente, lo cual no es algo menor. Pues un acto constituyente implica que un determinado proyecto político-militar ha logrado imponer mediante la fuerza, o respaldado por una fuerza interna o/y externa, un orden racional, un proyecto de Estado, de sociedad.

Y es que, los cuerpos normativos no garantizan por sí mismos las demandas de prevención de la injusticia, sanción de esta o su reparación. Para ello es necesario un cuerpo institucional con capacidad punitiva, capaz de velar y hacer cumplir la obediencia a las normas. En ese sentido, y dado que los Estados son soberanos, no puede haber un soberano por sobre los soberanos, porque se caería en una contradicción. Idea que se inspira en las premisas del pensamiento hobbesiano. De hecho, para Kelsen, por un lado, se expone la validez de la norma, pero la norma es eficaz, por otra parte, en la medida en que se impone la fuerza. En ese sentido, “el derecho aparece, así como una organización de la fuerza” (Kelsen, 2009, p. 61).

Dicho lo anterior, dentro de la historia nacional se observa cómo, prácticamente desde la declaración de independencia en 1821, se perpetuó un estado de guerra civil hasta el surgimiento del porfiriato en 1876. A pesar de que hubo varios ordenes normativos constitucionales, como, por ejemplo, el federalista de 1824, el centralista de 1835, la constitución de 1847 y la juarista de 1857, no hubo certidumbre de orden social hasta que se dio el surgimiento de un poder político predominante. Y es que pareciera que la independencia de México de 1821, más allá de ser resultado de un poder capaz de expresar sus intereses en la totalidad del territorio nacional, lo que ocurrió fue un armisticio. Después del desgaste provocado por más de una década de enfrentamientos entre fuerzas antagónicas, entre independentistas, como Hidalgo, Morelos y Guerrero, en contra de los realistas como Calleja o Apodaca.

La constitución mexicana de 1917, a diferencia, fue producto de una fuerza política-militar capaz de imponer su proyecto sobre la base material e ideológica de las demás fuerzas (Garciadiego, 2017). Después de la revolución de 1910 en contra del régimen de Díaz, no fue posible instaurar un nuevo orden constitucional, sino tan sólo a partir de la capacidad de Venustiano Carranza de convocar a una nueva constituyente. Ello fue posible sólo a partir de imponerse a los proyectos político-militares del general Francisco Villa y Emiliano Zapata, principalmente.

En el orden constitucional, no sólo se expresa la capacidad de un proyecto político-militar de imponerse mediante la fuerza, sino la posibilidad de instaurar un determinado proyecto de Estado, un orden institucional, social, en el que se recojan demandas populares ampliamente aclamadas. Así pues, en la constitución mexicana de 1917, se expresó el nacimiento de un nuevo régimen político, y por su puesto jurídico, válido y eficaz. El sistema político-social mexicano emanado de la revolución, se podría exponer a partir de entender tres elementos clave:

  • el partido de estado;

  • el modelo económico de sustitución de importaciones; y

  • el presidencialismo.

Se podría partir de la premisa, de que Lázaro Cárdenas fue el gran arquitecto del sistema político mexicano emanado de la revolución de 1910. Pero con relación al partido de estado, quien logró terminar de constituir esa gran maquina política llamada PRI en 1946, fue Ávila Camacho (Loaeza, 2013). El PRI, como partido de estado, se caracterizó por la capacidad de instituir el control del régimen político, a partir de la corporativización de diferentes sectores sociales, así como del establecimiento de organizaciones sociales a lo largo de todo el territorio nacional.

El modelo económico de sustitución de importaciones, proyecto material del régimen político postrevolucionario, consideraba un esquema de desarrollo industrial abocado a satisfacer el consumo interno de la población (Zebadúa, 2016). Donde el Estado mexicano sería el gran garante del desarrollo material. Esto fue posible conseguirlo, en parte, gracias a la capacidad del estado de controlar el petróleo, (en tanto activo clave del siglo XX), y aplicar sus dividendos al desarrollo nacional. Cabe mencionarlo, pese a ser parte de la cultura nacional. La instrumentalización del petróleo como activo estratégico del desarrollo material de México, fue producto de la ventura de la expropiación petrolera llevada a cabo en 1936 por el general Lázaro Cárdenas del Rio.

Por último, el sistema político presidencialista, se basó en establecer la rectoría del ejecutivo como principio jerárquico, desde donde operaría las instancias del poder político, económico y militar en México. Precisamente, un gran acierto del régimen político postrevolucionario, fue desprender la figura del presidente de un carácter dinástico-personalista, e imbuirle de un carácter institucional. Esta forma de configurar la arquitectura del régimen político, en parte se debió a la necesidad de centralizar el poder. Pues en un país donde la dispersión del poder político en manos de: órdenes religiosas, caudillos y caciques, impedía la efectividad del orden político-jurídico, era un imperativo la centralización del poder en manos del presidente (Córdova, 1985). Así, los tres elementos principales emanados del régimen político mexicano:

  • el partido de estado;

  • el modelo económico de sustitución de importaciones; y

  • el presidencialismo, reflejan un carácter jerárquico y cerrado del sistema, así como la naturaleza garante del estado.

Producto de ello también se entiende, que el sistema jurídico mexicano haya retomado las características de un orden cerrado y jerárquico, fiel reflejo del régimen político postrevolucionario en general.

La globalización, los derechos humanos y el nuevo paradigma jurídico mexicano

El llamado cambio de paradigma jurídico en México, mismo que se estableció a partir de la resolución de la controversia 293/11, lo es en la medida de que en su operatividad rompe con el carácter jerárquico y cerrado del sistema jurídico. En ese sentido, al igual que el paradigma jurídico previo, el nuevo paradigma emanado de la controversia constitucional 293/11 que pone en cuestión la supremacía normativa de la constitución, es producto de una serie de cambios nacionales e internacionales.

En el ámbito internacional, se debe de tener en cuenta la llegada a la presidencia de Estados Unidos, de Jimmy Carter y su asesor de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, quienes impulsaron un nuevo planteamiento axiológico que definiría la política exterior norteamericana: la defensa de los derechos humanos y la democracia (Chomsky, 1978). Ese nuevo planteamiento axiológico, se debe entender con relación a dos procesos puntales: 1) el proyecto de la globalización; y 2) la consolidación de Estado Unidos como potencia global.

La globalización es un nuevo paradigma que, en cuanto tal, trastocó la manera de entender distintos campos de la realidad social (Baylis, Smith, & Owens, 2017). Desde el planteamiento de la globalización, se generan nuevas formas de entender la economía, las relaciones internacionales y, sobre todo, los conceptos clásicos del Estado-nación y la soberanía. Para entender esto último, se debe tener en cuenta el viejo principio del liberalismo anglosajón que, inspirado en las tesis de J. Locke y A. Smith, establece una dicotomía entre Estado y sociedad. Principio que entra en contradicción con la noción clásica de Jellinek (2017), que establece una relación simbiótica entre el estado y la sociedad. Principio ese último que está más ligado a la tradición alemana, o al propio principio hobbesiano, que pondera la sociedad como posibilidad a partir de la imposición de un orden racional por la fuerza. O, a tomar en cuenta, el concepto hegeliano que entiende al estado como la expresión objetivada de la razón (Villegas, 1988).

Desde el proyecto de la globalización, otro de los elementos en cuestión es la idea de la identidad nacional. Una vez escindido el Estado del campo de lo social, este último elemento se expresa como esfera autónoma. Ante lo cual, se cuestiona la identidad de esa sociedad a una realidad político-geográfica dada. En ese sentido, antes de ser ciudadanos circunscritos a una identidad cultural, territorial, político administrativa, se impulsa la idea de ser ciudadano del mundo. Es decir, se comienza a privilegiar el sentido cosmopolita en detrimento del sentido civil patriótico. Esa premisa está íntimamente ligada a una identidad normativa.

El principio de soberanía emanado del mundo de la paz de Westfalia, y apuntalado por la doctrina de autodeterminación de los pueblos por Woodrow Wilson en el siglo XX, también comienza a ser relegado desde la globalización. Por una parte, ese principio de soberanía se pone en cuestión, a partir del peso que se le comienza a dar a las instancias de la gobernanza global. Un ejemplo es la comisión trilateral, la cual presidida por el propio Z. Brzezinski, establece algunos de los principales parámetros que forman parte del nuevo paradigma de la política exterior anglosajona, que se expresó en el proyecto de la globalización (Chomsky, 1978). A su vez, las organizaciones de la sociedad cívica, como lo son las ONG, las OSC, apuntaladas por entidades financieras ligada a la “actividad filantrópica”, se comienzan a impulsar como organismos con capacidad de injerencia en los asuntos de distintos países (Lazín, 2007).

Ahora, siguiendo con el principio que establece que ningún cambio normativo instituyente es posible sin la sustentación material de una fuerza capaz de imponerse. La expansión de la globalización como proyecto político mundial, no es posible sin la consolidación de Estados Unidos como principal potencia política del mundo. Lo cual se da a partir de una secuencia, en cuya fundamentación no se va ahondar. Pero el cambio del patrón oro al patrón FIAT del sistema financiero global en 1971, la caída del muro de berlín en 1989, así como la desintegración de la URSS en 1991, son algunos de los sucesos claves que enuncian el lugar de Estados Unidos como potencia hegemónica global. Por tanto, estamos hablando de un país capaz de imponer las reglas del juego casi de manera casi omnímodo.

Dicho lo anterior, siendo los Derechos Humanos parte de los planteamientos axiológicos de la política exterior norteamericana, y a medida que dicho proyecto se fue expandiendo con junto con el de la globalización, se puede comprender el cambio de paradigma del sistema jurídico mexicano. Pero para llegar ello, antes se tuvieron que establecer las bases que reorganizaron el propio sistema político mexicano emanado del proyecto postrevolucionario.

Por ejemplo, el modelo económico de sustitución de importaciones, que anteponía el papel central del Estado mexicano en el desarrollo económico-industrial, fue sistemáticamente desmontado. Primero a partir de la privatización de amplios sectores productivos que antes pertenecían al Estado, y posteriormente cediendo el control de las finanzas y los fondos de pensiones. Esos dos cambios, fueron la piedra de toque que, posteriormente, abrieron el sistema económico mexicano hacia un mercado global para el cual no estaba preparado (Zebadúa, 2016). El modelo económico mexicano, diseñado para satisfacer tan sólo las demandas internas, fue incompatible con la liberalización de los mercados a partir de la firma del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y posteriormente del Tratado de Libre Comercio (TLC).

Con respecto al PRI como partido de estado, un sistema político en sí mismo, también fue desmontado. Las corporaciones de distintos sectores sociales se desarticularon a la par de la privatización de empresas paraestatales. Esa lógica de desarticulación entre el partido-sociedad, se sostuvo con la misma tónica, en relación con las organizaciones campesinas, obreras y la gran organización de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), lo que dio pie a la institucionalización de la figura del partido electoral. Mientras que antes, desde el partido se apelaba a la organización social permanente, con relación a un sector de actividades, así como a una demarcación territorial. Ahora, desde las nuevas plataformas partidarias, se apuesta tan sólo por una organización social coyuntural, sin pretensiones de construir una base sólida de poder e influencia. Dicha organización, por tanto, obedece a la temporalidad y lógicas electorales; también, en lugar de territorio de influencia, se privilegia el concepto espacial del distrito electoral.

Por último, el presidencialismo comenzó a ser vulnerado, a la par de socavar la efectividad operativa del partido de estado. Además de que comenzaron a privilegiarse reformas a la administración del estado, que tendían a garantizar el equilibrio de poderes, y la autonomía constitucional de órganos claves, como el IFE, cuyo objetivo es el control de las elecciones. La intención de ello consistía en limitar la capacidad operativa del presidente, como referente del control político en México.

Solo a partir de dichos cambios globales, así como del sistema político mexicano en general, es posible comprender el cambio de paradigma jurídico planteado por la controversia 293/11.i Es en el artículo 133 de la constitución mexicana donde se establece el orden normativo del sistema jurídico. En dicho artículo, anterior a las posteriores reformas y criterios interpretativos emanados de la suprema corte, se establecía el lugar de la constitución como norma suprema dentro del sistema jurídico, y la integridad de los tratados internacionales. Pero realmente, el gran giro en el marco hermenéutico con relación al tema de reconocimiento de los tratados internacionales, sobre todo en materia de derechos humanos, está puesto en la reforma al artículo 1 de la constitución mexicana. Lo cual se analizará más adelante. Pero antes, es necesario evidenciar el artículo del artículo 1 de la constitución mexicana en 1917.

DE LAS GARANTÍAS INDIVIDUALES.

Art. 1o.-En los Estados Unidos Mexicanos todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución, las cuales no podrán restringirse ni suspenderse, sino en los casos y con las condiciones que ella misma establece.

El primer cambio interpretativo que se observó en relación a la jerarquía y grado de apertura del sistema jurídico mexicano fue el que se presentó dentro del amparo 206/91.ii Desde este precepto jurídico se establece la horizontalidad jerárquica entre las leyes federales y los tratados internacional, ambos subordinados a la normatividad constitucional.

Después en el amparo 1474/98,iii se refrenda la posición de la constitución como norma suprema del sistema jurídico mexicano. Seguido en orden descendente, se colocan los tratados internacionales, y de bajo de estos, las leyes federales. Posteriormente, ya a partir del amparo 120/2002,iv el esquema jerárquico del sistema jurídico mexicano se complejiza. Se mantiene a la constitución como la norma suprema, y debajo de la constitución permanece la normatividad emanada de los tratados internacionales. Pero en relación a los tratados de derechos humanos, la normatividad en esta materia se agrega al paquete de garantías que establece la propia constitución, siempre y cuando no entren en contradicción con lo establecido por la misma.

Pero, una vez reformado el artículo 1º de la constitución, en el año de 2011, el cambio de paradigma dentro del sistema jurídico mexicano viene de la mano de la resolución de la controversia 293/11. Para contrastar con el artículo 1º de la constituyente de 1917, se cita a constitución su contenido después de la reforma del 2011.

DE LOS DERECHOS HUMANOS Y SUS GARANTÍAS

Artículo 1o. En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece.

Pues a partir de entonces, los tratados internacionales en general, y sobre todo en materia de derechos humanos, se conciben ya, en términos jerárquicos, horizontalmente con respecto a la constitución. De esa manera, la norma constitucional y la normativa de los tratados internacionales se expresan, a la par, como la norma suprema. A ello quedan subordinadas las leyes generales, y debajo de estas, las leyes federales y locales, situándose éstas últimas en orden horizontal.v

Pero más que un cambio en el artículo 133 de la constitución mexicana, como se mencionaba anteriormente, el gran cambio viene dado por la reforma al artículo 1º. Por ejemplo, según Miguel Carbonell, de la premisa: “todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución”, a la premisa, “todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución”, hay un gran trecho. De entrada, antes era el individuo el que se volvía objeto de derecho garantizado por la constitución. Mientras que, después de la reforma al artículo 1, ya es la persona: física y moral, la fuente de derecho en sí, ante lo cual la constitución sólo reconoce tal condición de su derecho (Carbonell, 2017).

Hay una serie de consecuencias después de la reforma al artículo 1º de la constitución mexicana, aunado a la resolución 293/11, que marcan un cambio de paradigma dentro del sistema jurídico mexicano. Dichas consecuencias, al igual que la hipótesis del cambio de paradigma, es bien retratada por Fix Zamudio (Fix Zamundio & Valencia, 2017). En parte, esto se establece por el lugar que ocupa ya el Estado frente a la norma. Pues de ser fuente de esta, al reconocer que el derecho precede al Estado y es innato a la persona, se posibilita que el Estado se vuelva objeto de la norma.

La intención de este artículo es indagar en el cambio que se percibe fundamental, en torno al giro de los conceptos que van de: otorgar garantías constitucionales; en lugar de, reconocimiento constitucional de derechos. Ya que, de facto, con ese cambio fundamental, el Estado pierde, al menos en un sentido jurídico, el papel rector del control de la dinámica social dentro de su territorio. Además, retomando el planteamiento kelseniano, pensar al Estado por separado del derecho, es un sin sentido.

La resolución de la controversia 293/11, no sólo conlleva un cambio de paradigma jurídico, sino un conflicto en la vigencia del propio Estado mexicano, como ente libre, democrático y soberano. Los conceptos clásicos de Estado-nación y soberanía, quedan puestos en entredicho como garantes del orden social. Y es que, el iusnaturalismo percibido en la reforma al artículo 1, al no establecer al Estado como la fuente del derecho, el Estado mexicano se vuelve objeto del derecho. Esta posición atenta contra la naturaleza misma del Estado. Para fundamentar dicha apreciación, será necesario establecer un criterio sobre la naturaleza del Estado-nación moderno.

Sobre el concepto clásico de Estado

En su obra, Elementos de Teoría Política, Giovanni Sartori (1999) hace un recorrido histórico donde analiza el devenir del concepto de política (Politikon) desde los tiempos de la Grecia antigua hasta finales del siglo XX. Al respecto, Sartori menciona que cuando el filósofo Aristóteles (s. VI a. C.) refería al hombre como un Zoon Politikon, lo que en el fondo estaba de por medio era una concepción de la política en un sentido antropológico. Es decir, para el griego de las polis, la política no se expresaba como una de las tantas dimensiones practicas del ser humano, sino como la condición necesaria de lo humano.

Después de la caída de las polis griegas (Liga Aquea) en manos de la república romana, tras la batalla de Corinto en el siglo II a. C., Sartori plantea que se dio un cambio en la concepción de lo que se denominaba Politikon. Pues, en el momento en que la Polities ingresa al ámbito cultural romano, sufre una transformación sustancial. Pierde su significado antropológico al ser relacionada con el concepto de Civis. Sartori (1999) menciona que, para Cicerón, filósofo romano del siglo I a. C., la Civis alude a el conjunto de personas agrupadas bajo en consenso de la ley, como Civilis societas o Ius societas.

Por lo cual la dimensión antropológica del concepto de la política pasa a un segundo término, al ámbito de lo social. Con lo cual quedó instituida una nueva concepción de la política, además de una nueva visión antropología del hombre occidental. La política, antes fundamento que volvía posible la vida en sociedad, ahora pasaba a ser una mera determinación de la vida en sociedad. La idea de la virtud, la justicia, el honor y la ética, como condiciones necesarias de la dimensión política, ahora quedaban sometidas al principio institucional de la Lex. Esta primera institucionalización de la política, en donde el orden jurídico (la Lex romana) sustenta los parámetros de la práctica justa en sociedad desde un marco racional, se puede plantear, fue lo que posibilitó equiparar la noción de lo social a la del Estado.

Maquiavelo, Hobbes, y Spinoza, al desarrollar sus respectivas reflexiones en torno a la naturaleza del poder y la política, coinciden en la necesidad de partir de una premisa antropológica del hombre. De hecho, ese es un rasgo consustancial de los llamados filósofos clásicos del siglo XVII Y XVIII. Es decir, cualquier tratado político contempla una base antropológica que lo soporta. Para Hobbes, en estado de naturaleza, el hombre tiende a la violencia, gracias a tres causas principales: el sentimiento de competencia, la desconfianza y ambición de gloria. Puesto de ese modo, ninguna vida en sociedad es posible, sino no hay una instancia que monopolice la violencia por sobre todos los demás De tal manera que el miedo al castigo y el deseo de comodidad, hagan del hombre un ser capaz de vivir de acorde a un modo ordenado (Hobbes, 2017). El Estado es desde donde se expresa, por tanto, ese orden racional de la violencia que fundamenta el sistema normativo de una sociedad civil.

Complementario a Hobbes, Spinoza comprende la naturaleza del hombre como un ser fundamentalmente pasional (Spinoza, 2013). En ese sentido, sólo es posible la existencia del hombre dentro de un orden social racional y ordenado, si es sujeto a normas establecidas. Para ello Spinoza propone que, en lugar de apelar a la razón, para constituir al hombre en sociedad, se apele a los sentimientos, en específico, al miedo. Dado que la naturaleza del hombre es envidiar lo que el otro posee, cuando dos o más personas quieren un mismo objeto se hace patente el conflicto. En ese sentido, lo único que puede impedir que un hombre agreda al otro, es el temor a ser castigado. Lo cual interpela el planteamiento de Kelsen (2009), acerca de que la efectividad de la norma está dada por la fuerza para hacerla cumplir.

Así, desde la teoría política clásica, el Estado emerge como una instancia racional capaz de dotar de un orden lógico y una normatividad a un cuerpo social. “El Estado es la voluntad o interés general de una comunidad política que, como forma estructurada, (…) es el poder organizado y su problema el acto realizado como un fin consciente” (Jellinek, 2017, p. 27). Dicho así, el Estado como instrumento supremo del poder político, surge de la necesidad de garantizar orden, estabilidad y seguridad a un cuerpo social, o al menos es el principio que articula al “Estado moderno” (de Gabriel, 2000).

Por otro lado, para el Estado, el territorio es un elemento sustancial, pues es sobre la base material de un “espacio geográfico limitado, desde donde el (Estado) exclusivamente ejerce el poder” (Jellinek, 2017, p. 110). Además, el territorio como un elemento del Estado, detenta una gran relevancia en la medida que se presenta como un factor determinante en el desarrollo de la comunidad política que enmarca. Ya que el territorio condiciona, en función de los recursos naturales disponibles, y la geolocalización con respecto a otros Estados, las posibilidades, limitantes y potencialidades de la comunidad o sociedad política que delimita.

La comunidad política es el núcleo constitutivo del Estado, pues de dicha comunidad emana la necesidad y vigencia del Estado, así como el principio de soberanía. En ese sentido, es a partir de la constitución étnica, religiosa, económico-productiva, lingüística que, como bases unitarias, se logra pensar una identidad geocultural que repercute en la forma en que se constituye un Estado-nación soberano. Características que son expresadas en el núcleo del sistema jurídico normativo de un país, fundamentado en la norma constituyente, que por tanto se define como la norma suprema del sistema jurídico.

Para la teoría realista, por tanto: “a) Los Estados son los actores principales de la realidad social; b) son unitarios frente a las posiciones de los entes exteriores; c) son actores racionales; y d) en la política de seguridad nacional resumen sus principales necesidades y agenda hacia el exterior” (Viotti & Kauppi, 2012, p. 127). Desde dichos criterios se resaltan dos elementos principales: 1) la soberanía territorial desde la cual se despliega el interés del Estado; y 2) la relación simbiótica entre Estado-territorio-nación.

Es desde el principio de la soberanía, que el Estado-nación actúa de acorde a su propio criterio según las necesidades efectivas y condiciones concretas de las que parta, esto, al menos, según el concepto de la política clásica y la escuela realista. En donde “el Estado es quien detenta el derecho y el poder para dominar de un modo efectivo todos los aspectos de la vida de la comunidad” (Jellinek, 2017, p. 314). Dicho hasta aquí, en cuanto a la definición de ciertos elementos claves que están inmersos dentro del concepto de Estado-nación, se queda sentado que al Estado lo mueve su razón de ser sustancial expresada en el orden jurídico que del propio Estado emana.

Es ante la emergencia del proyecto de la globalización, que se privilegian otras nociones que atentan contra las categorías que articulan los ejes fundamentales del Estado-nación y la soberanía. Por ejemplo, desde la globalización se cuestionan las fronteras territoriales, a la par de ponerse en tela de juicio el principio de soberanía e identidad nacional. Es desde esa premisa que, los derechos humanos, fundamentándose en un planteamiento iusnaturalista, se llegan a posicionar a la par que la propia constituyente que organiza el orden jurídico soberano del Estado. De ahí la naturaleza del planteamiento de Maritein (1983), con relación al paradigma de ciudadanía, para el cual la ciudadanía ya no la otorga la normatividad vigente en un país, sino que se establece como una condición inherente al hombre. En ese sentido, cabría preguntarse, ¿por qué la necesidad de reconocer, desde la constitución mexicana, derechos de esencia iusnaturalista, en lugar de simplemente retomar su contenido expreso y adecuarlos como parte de las garantías constitucionales?

De las garantías constitucionales al reconocimiento de los derechos humanos por parte del Estado mexicano: una reflexión filosófica

Una vez expuestas las premisas que organizan el fundamento del Estado moderno, ahora es necesario desarrollar la contradicción que se hace patente al ligar la naturaleza jurídica emanada del Estado, con ordenes normativos opuestos. Para ello, antes será necesario establecer en qué medida se puede sostener la validez ontológica de los derechos inherentes al hombre. Siendo de esa manera, posible articular los lineamientos que vuelven vigente o no, la yuxtaposición entre un orden jurídico de carácter iuspositivista, y uno de carácter iusnaturalista.

En el dialogo de Platón (2010), Protágoras, en un momento de la narrativa, se expone el famoso mito de Prometeo, aquel que robo a los dioses del olimpo el dominio del fuego y la sabiduría. En dicho mito, se plantea, que aun con la sabiduría y el fuego los hombres seguían siendo un animal poco apto para la vida. Ante lo cual, Zeus se compadeció de aquel animal, al cual, para hacerle posible sobrevivir, lo dotó con el don de la justicia, del cual emanaba la política. De ahí se entiende que, producto de su sentido de la justicia, el cual es inherente al hombre, se le posibilita fundar la vida en sociedad, así como un orden racional en las Polis. No es para los griegos de la antigüedad clásica, los derechos una condición inherente al hombre, sino las virtudes, desde las cuales les es posible asociarse para fundar normas de convivencia.

Santo Tomas (Fortin, 2017), adepto a los postulados de Aristóteles, sostiene el principio del hombre como ser racional. De esta manera, se entiende que, si bien el hombre puede caer en desviaciones y excesos, se puede llegar a mesurar, virtud que es producto de la razón. En ese aspecto, para Santo Tomas, la conducta del hombre es fundamentalmente buena. Pues, además, dicho carácter lo es en la medida de que los hombres son creación de Dios, así como la fuente de su ser virtuoso. La virtud dada por Dios, al igual que los mandatos divinos, son de carácter universal, por lo cual es inherente a todo hombre el ser fundamentalmente bueno. En donde bueno, como dirección elemental, consiste es no caer en excesos, tal como lo expuso el estagirita en su Ética a Nicómaco. Cabe destacar que, con el cristianismo, así como con la escolástica, se contribuyó a la emergencia del universalismo.

Lutero y Calvino (Forrester, 2017) intentan probar la necesidad de un gobierno civil, soberano y secular, ello pensado a partir de dos frentes: 1) frente al Papa invocan la autonomía del Estado; y 2) frente al príncipe deben mostrar autonomía de las normas, pues estas son universales, emergentes de la autoridad de Dios (Forrester, 2017). Es decir, la validez de un orden normativo emana de un orden trascendental inspirado en Dios. Desde ese principio, se puede sostener que la naturaleza de la norma es perfecta, eterna, inmutable, absoluta, universal. Ante lo cual, el orden normativo emanado del Estado, como fin tendría el reconocer y perpetuar la norma moral en aras de sostener un orden social. Cada destacar esa doble posición, de soberanía frente al papa, y de autonomía frente al príncipe.

Mientras tanto, ya para John Locke (1978), es parte de la naturaleza del hombre, su derecho de ser libre e igual ante cualquier otro hombre. Mas dichos derechos le son negados al vivir dentro de un orden social civil. Pues el hombre es libre en la medida que no vive sometido a la ley, de la cual su rasgo principal es la amenaza de la coacción de no seguir su edicto. Pero aún dentro de la sociedad civil, el hombre no podía ser alienado de su libertad, por lo que, de ser objeto de opresión, el hombre tenía derecho a desconocer el orden tiránico.

El derecho de rebelión frente al tirano, que no es lo mismo que el rey, ya era un tema que había sido reflexionado por Santo Tomas. Pero, Locke, además fundamenta que, al ser posible la concentración de un amplio poder, el hombre podía ser tentado a ser perverso, pues quedaría exento del miedo al castigo que sostiene en orden al resto de la sociedad. Por lo cual, apuesta por la división de poderes del Estado, lo cual llegaría a esquematizar de manera más desarrollada Montesquieu (2003), en aras de evitar que la sociedad, escindida del Estado, fuese fácil objeto de la opresión por parte de un gobernante.

Esta idea de la perversidad del gobernante, y de la concentración de poderes como sinónimo de tiranía, sería a la posterioridad un planteamiento que se reproduce como máxima hasta nuestros días. A partir de la cual, se sataniza y justifica la participación de actores no estatales y órganos de la gobernanza global, para custodiar y cuestionar la validez de un régimen político soberano. En ese sentido, cabría sostener que, si el hombre tiende a la perversidad, no sólo le es posible ser perverso a quien detenta el gobierno de un Estado. Pues también perverso puede ser quien, desde su actividad, como fin último de su hacer, se plantea aumentar sus posibilidades de lucro.

De igual manera, la máxima de la perversidad de quien detenta el poder del gobierno no debe entenderse como un principio moralizante. Por el contrario, para Locke, el poder político es el derecho de crear leyes (Goldwin, 2017). Para crear leyes, por tanto, es necesario generar consenso y capacidad para imponer la validez de las leyes y hacerlas efectivas dentro de una sociedad civil. Además, el derecho es necesario a partir de fundar una sociedad que busca enmarcar la convivencia a partir de los principios de orden y seguridad. Pues en estado de naturaleza, no hay derecho, puesto que no hay certidumbres, ni seguridad, ni libertades; tan sólo hay principios, siendo el máximo de ellos, el de supervivencia.

Es de tener en cuenta lo anterior, pues esa tendencia a convertir en un derecho natural cualquier cualidad, entra en contradicciones sustanciales. Pues, un derecho lo es en la medida que se garantice o se reconozca. Pero el derecho a la vida no lo es tal, pues la vida es una cualidad orgánica, no del derecho. Al igual que el derecho al agua es un sin sentido, pues el agua es una necesidad, condición para la vida orgánica de cualquier especie, por lo cual trasciende el ámbito del derecho. En última instancia, mediante el derecho se procuran las necesidades de la vida en sociedad, pero no de la vida per se. De ahí se nutre el fundamento del derecho al uso de la fuerza contra una agresión. Pues en un momento decisivo, en que alguien blande un cuchillo en dirección a nuestro cuerpo, no se puede hacer uso directo del derecho a la vida. En ese contexto, tan sólo de los puños y el coraje necesario que emana de las venas, se disponen como medios para procurar la vida. En el estado de naturaleza de cualquier especie viva, el principio supremo de su ser es el de la conservación de la vida. Principio que, en el hombre, en última instancia, se establece como el fundamento del derecho, no como su consecuencia.

Para Rousseau, filósofo perteneciente a la corriente del contractualismo clásico, en su libro Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Rousseau, 1973), expone que dentro de la especie humana hay dos tipos de desigualdad: la una física y la otra política. Rousseau menciona que el hombre es bueno y libre por naturaleza, pero en estado de naturaleza reina la desigualdad entre el fuerte y el débil. Por otro lado, la naturaleza buena del hombre, al ser parte de un cuerpo social cada vez más amplio, se pervierte. En sociedad, el hombre descubre la propiedad privada e, impulsado por el deseo de tener más que el otro, es arrastrado a un ambiente de constante conflicto, donde se recurre al uso de la fuerza para lograr despojar a los demás de lo que les pertenece. Rousseau desdeña esa forma de sociedad en donde unos ganan con la desgracia de otros, de ahí su interés por constituir un orden social donde la fuerza devenga en ley.

Es así que para lograr el anterior cometido, Rousseau, ya en su libro, El contrato social, menciona que el orden social sólo puede ser posible a partir de un “pacto social”, en el cual las potencias y debilidades individuales pasen a ser parte constitutiva de un cuerpo social. De ahí el concepto de enajenación, que para Rousseau tiene un significado de ceder o vender. Es decir, el principal requerimiento del pacto social implica “la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera (…)” (Rousseau, 2017, p. 26). Mientras que, en estado de naturaleza, donde el hombre es libre, tiene como límite la propia fuerza. Dentro del sociedad civil, por otra parte, el hombre tiene su límite en la voluntad común, pues es ante esta que el hombre ha cedido, su fuerza particular y su libertad inherente.

Así pues, en Rousseau, el acto de ceder, delegar aquello que es más propio del ser humano: su fuerza y su libertad natural, es lo necesario para vivir dentro de una sociedad civil. Lo cual se establece en la medida de que vivir en sociedad es necesario tan sólo para que la vida individual de cada hombre o mujer pueda ser potenciada, y todo en aras de su conservación. En ese sentido, cabe dejar en claro dos puntos. Si bien, con Rousseau no se pone en cuestión el fundamento ontológico del derecho natural, por otro lado, sí se deja bien en claro que, para vivir en sociedad, es necesario renunciar al supuesto derecho natural. Pues la vida en sociedad y en estado de naturaleza evocan distintas lógicas que son incompatibles, de la misma manera que inconsistentes son el fundamento del derecho emanado de un contrato social o constituyente, y un derecho que se presume inherente al hombre.

Lo anterior nos sirve para reflexionar en torno a lo ocurrido en el sistema jurídico mexicano después de la reforma del artículo 1 de la constitución, y debido a la resolución de la controversia constitucional 293/11. De entrada, si se establece que la constitución reconoce los derechos humanos, como algo inherente de la persona y no como garantía del Estado, se cae en un sentido. Por una parte, ningún sistema jurídico debe admitir derecho universales y absolutos, pues propio de la naturaleza humana y de lo atribuido al devenir social, es su carácter contingente. Así como dentro de las constituciones hay esquemas que sirven para pensar en la reforma, de tal manera que se pueda dar cabida al devenir de las exigencias sociales (Huerta, 2009). Más allá de que el Estado mexicano, al salirse de un tratado internacional, cambie de postura frente a una normatividad. Aceptar una norma absoluta, cuyo fundamento no lo establecen las garantías que el Estado mexicano ofrece, pone en cuestión la propia potestad del Estado, y con ello del pueblo circunscripto desde donde emana la soberanía.

En ese sentido, cabe cuestionarse, ¿bajo qué criterio se establece que un tratado internacional puede tener el mismo nivel jerárquico que la constitución? Y es que, en la constitución se expresan las demandas del pueblo, así como el apoyo a una voluntad política capaz de desarrollar un proyecto de nación de acorde a los intereses de los mexicanos. Por otro lado, un tratado internacional no es producto de la voluntad del pueblo, esto ni en un sentido formal. Pues en México los tratados internacionales son negociados por el presidente, en calidad de jefe de Estado, cuya decisión es validada por el senado (Quiroz, 2016). En ese sentido, cabe preguntarse, ¿por qué un documento que tiene un valor normativo equiparado al de la constitución mexicana, como son los tratados internacionales, no es votado por la cámara de diputados? Si es en la cámara de diputados donde se expresa la representación del pueblo de México, al ser excluida la cámara baja de la ratificación de los tratados internacionales, formalmente se está excluyendo la voluntad del pueblo de México de aceptar o no un tratado internacional. Esto como mínimo, va en menoscabo del principio de soberanía, pues se está hablando de un documento que en términos normativos se establece de igual valía a la constitución.

Por otro lado, la coexistencia entre un orden normativo nacional e internacional, tal como lo plantea Kelsen, sólo es posible en la medida que sea el Estado mismo el que garantice y ratifique el orden normativo internacional. Para ello, tanto las normas nacionales como internacionales que se expresen en el orden jurídico del Estado deben de expresar un orden jerárquico que respete la propia constituyente. Además, ningún orden normativo, en esencia, debe poner en cuestión la rectoría del Estado como fuente del derecho. Es decir, los distintos ordenes normativos deben apelar a un sentido iuspositivista. Pues de exponerse un sentido iusnaturalista en alguna norma aceptada por el Estado, se cae en un contrasentido, dado que el iusnaturalismo parte de un fundamento trascendental, con lo cual, ya sea el Estado se vuelve superfluo, o la normativa que se pretende a priori del Estado se vuelve vana.

Ante lo dicho, hacer que en el artículo 1º de la constitución mexicana se “reconozcan” derechos inherentes a la persona, y por tanto más allá del Estado mexicano como fuente de “garantía” del derecho. Establece en ese sentido que, si el Estado mexicano no es fuente del derecho, puede ser objeto del derecho, lo cual atenta con su papel rector de la vida social. Lo anterior, entre otros puntos, como lo es equiparar al mismo nivel la constitución y los tratados internacionales, tal como lo menciona Fix Zamudio (Fix Zamundio & Valencia, 2017), establece un cambio de paradigma en el sistema jurídico mexicano.

Pero el objeto de este artículo es plantear que la reforma del artículo 1 de la constitución, aunado a la resolución de la controversia constitucional 293/11, no sólo implicó un cambio de paradigma en el sistema jurídico mexicano. Pues aceptar las premisas devenidas de lo expuesto, equivale a admitir que Dios puede ser condenado moralmente de manera valida, por un simple sacerdote de templo.

Notas al pie:
Referencias
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Historial:
  • » Recibido: 25/03/2022
  • » Aceptado: 16/08/2022
  • » : 22/12/2024» : 2023Jan-Jun