El objetivo de este artículo es analizar con un enfoque crítico e histórico las bases intelectuales sobre la relación entre minería y desarrollo desde el siglo XVIII hasta el inicio del último boom minero internacional de 2000-2013, con énfasis en América Latina. La hipótesis de trabajo, corroborada a lo largo del estudio, es que los ciclos de privatización-nacionalización en la gobernanza de la minería, que se completaron aproximadamente entre 1870-1940, 1950-1980 y 1990-2015 y corrieron en paralelo a la coyuntura de los precios internacionales, condicionaron la orientación del debate sobre la relación entre minería (como sector económico de características muy especiales) y desarrollo económico cuando este último se convirtió en el objetivo principal de los países de la región.
The objective of this article is to analyze the intellectual bases on the relationship between mining and development from the eighteenth century until the beginning of the last international mining boom of 2000-2013, with a critical and historical approach and emphasis on Latin America. The working hypothesis, corroborated throughout the study, is that the privatization-nationalization cycles in mining governance, which were completed approximately between 1870-1940, 1950-1980 and 1990-2015 and ran parallel to the conjuncture of international prices, conditioned the orientation of the debate on the relationship between mining (as an economic sector with very special characteristics) and economic development when the latter became the main objective of the countries of the region.
- minería;
- desarrollo;
- industrias extractivas;
- nacionalismo de los recursos;
- América Latina.
- mining;
- development;
- extractive industries;
- resource nationalism;
- Latin America.
Introducción
El objetivo de este artículo es analizar con un enfoque crítico e histórico las bases intelectuales de la relación entre minería (que incluye la extracción de minerales metálicos, no metálicos y combustibles fósiles) y desarrollo desde el siglo XVIII hasta el inicio del último boom minero internacional de 2000-2013, con énfasis en América Latina.
Se da preferencia al término minería, de acuerdo a la Standard Industrial Classification,* en vez del de industrias extractivas que utiliza el Banco Mundial (y que incluye las mismas actividades de la clasificación anterior), para evitar el anacronismo en el análisis histórico.** Por su parte, por desarrollo se entenderá el proceso de crecimiento económico acompañado de cambios o transformaciones estructurales vinculado a la noción institucionalista (de Simon Kuznets, Hollis Chenery y Moses Syrkin) y marxista (Paul Baran) del desarrollo económico.***
La hipótesis de trabajo es que los ciclos de privatización-nacionalización en la gobernanza de la minería, que se completaron aproximadamente entre 1870-1940, 1950-1980 y 1990-2015 y corrieron en paralelo a la coyuntura de los precios internacionales, condicionaron la orientación del debate sobre la relación entre minería (como sector económico de características muy especiales) y desarrollo económico, cuando este último se convirtió en el objetivo principal de la política económica de los países de la región.
Entendiendo por gobernanza de la minería “la regulación y propiedad de las industrias extractivas” (Heidrich, 2016: 90), la idea de los ciclos de privatización-nacionalización, que arrancan del primer boom minero de las nuevas repúblicas latinoamericanas, se resume en que cada ciclo contiene dos fases: la fase de privatización, coincidente con la caída de los precios internacionales, en la que se ensalza la contribución positiva de la minería al desarrollo (sus externalidades positivas en forma de encadenamientos hacia delante y hacia atrás y de demanda final); y la fase de nacionalización, coincidente con el auge de los precios internacionales, en la que se denuncian y tratan de corregir las externalidades negativas sociales y ambientales de las industrias extractivas.
Vale señalar que, a partir del proceso de financierización de la economía global que dio comienzo en la década de 1970 con la crisis del petróleo y el flujo de petrodólares (Dore, 1994), las fluctuaciones de los precios que condicionaron esos ciclos empezaron a estar dominadas por un esquema de costes, dada la alta concentración empresarial de la industria extractiva (Bosson y Varón, 1978). Así que en la determinación de los precios es necesario tener en cuenta tanto la economía financiera como el papel de la geopolítica que gobierna los recursos minerales (Bruckmann, 2011; Palma, 2012; Gorenstein y Ortiz, 2018), siendo esta última consecuencia, pero también efecto, del desarrollo geográfico desigual, esto es, del hecho de que la distribución mundial de la disponibilidad de los recursos y su demanda no son idénticas a nivel espacial (Banoub, 2017).
La minería en el desarrollo se considera un sector económico especial por varios factores, entre los que cabe desatacar los siguientes: el carácter público de los recursos mineros la gran huella económica, social y ambiental que provocan las industrias extractivas; su estrecha relación con la inversión extranjera directa en los países en desarrollo; la estructura empresarial polarizada por el dominio de corporaciones gigantes; el carácter capital-intensivo que exige elevadas inversiones de alto riesgo y largos tiempos de maduración financiera, y, a causa de ello, los problemas de rigidez de la oferta a los cambios en la demanda; y, finalmente, la volatilidad de los recursos tributarios que el sector minero genera para el Estado dueño de los recursos, cuando el país en cuestión, como ocurre frecuentemente en en los países en desarrollo, es dependiente de las exportaciones de los mismos (Bosson y Varon, 1978; World Bank/IFC, 2003; Manzano, 2015; Azqueta y Sotelsek, 2019).
El marco teórico del trabajo se basa en una aproximación crítica a la literatura del nacionalismo de los recursos (a su sesgo privatizador), mientras que la revisión bibliográfica internacional sobre la relación minería-desarrollo se lleva a cabo a partir de una combinación del método histórico-estructural y de las reconstrucciones racional e histórica del pensamiento económico, que permiten situar el debate en una perspectiva histórica y teórica más amplia.
La estructura del artículo se divide en tres apartados. En el primero se especifica el marco teórico del nacionalismo de los recursos y se apuntan algunas de sus principales limitaciones. Los dos apartados siguientes corresponden a las dos corrientes solapadas que reflejan visones opuestas de la evolución del pensamiento económico y ambiental sobre la relación entre minería y desarrollo económico. En el segundo apartado se analizan las ideas estilizadas sobre la relación minería-desarrollo desde el siglo XVIII hasta la aprobación de la Declaración y el Programa del Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI), en que predominó la visión pesimista. En el tercer apartado, se aborda la literatura que, a contracorriente del consenso pesmista, surgió en la década de 1950 en el entorno del Banco Mundial y que dio la vuelta al sentido de la relación, convirtiendo lo que había sido una historia de amistades peligrosas en relaciones virtuosas, que se volvió discurso hegemónico durante la globalización neoliberal. El trabajo cierra con las principales conclusiones.
Marco teórico: nacionalismo de los recursos y ciclos mineros
El nacionalismo de los recursos es un término académico que nació a inicios de la década de 1970 (Pryke, 2017), durante el segundo ciclo de privatización-nacionalización (1950-1980) de la gobernanza de la minería (Haslam y Heidrich, 2016) y que hace referencia a las acciones de nacionalización que llevaron a cabo numerosos gobiernos de países en desarrollo en coherencia con los postulados soberanistas del Nuevo Orden Económico Internacional. Se trata, por tanto, de un concepto vinculado a la política económica que vino a sumarse a la literatura preexistente de economía política sobre la relación entre minería y desarrollo que se remonta al siglo XVIII.
En el siguiente ciclo de la gobernanza de la minería (1990-2015), y en particular entre 1986 y 2005, la nacionalización prácticamente salió del rádar de la academia hasta el punto de que algunos analistas pronosticaron entonces que desaparecería del discurso de las relaciones económicas internacionales.**** Sin embargo, entre 2003 y 2008 más de 25 países aumentaron (o anunciaron acciones para incrementar) los ingresos a partir de la explotación y venta de sus recursos naturales (Jasimuddin y Maniruzzaman, 2016) y a partir de 2006 se sucedieron acciones expropiadoras en Bolivia, Ecuador, Venezuela, Rusia y Chad, con otros cuatro actos más hasta 2012 (Arbatli, 2018), por lo que el marco teórico del nacionalismo de los recursos se revitalizó.
El nacionalismo de los recursos puede caracterizarse tentativamente como “las formas variadas de involucramiento del Estado en la extracción, procesamiento y venta de recursos naturales” (Pryke, 2017: 474), pero también alude a “los modos en que el poder político es ejercido para controlar la distribución económica de las rentas derivadas de los sectores de recursos naturales” (Childs, 2016: 539). Es decir, en el nacionalismo de los recursos no solo importa el nivel de recaudación, sino también el destino de la misma. La literatura que se ha ocupado de este fenómeno ha tenido un sesgo neoliberal muy marcado (Childs, 2016), empezando por el trabajo teórico seminal de Raymond Vernon (Sovereignty at Bay, 1973), donde se planteó el concepto de negociación obsoleta (obsolescing bargain) para describir un modelo evolutivo de relación entre el gobierno de un país rico en recursos y una empresa extranjera para explotarlos.*****
Siguiendo a Vernon, el nacionalismo de los recursos se describió inicialmente como un juego de suma cero entre Estados y multinacionales (Kretzschmar, Kirchner y Sharifzyanova, 2010), donde cualquier clase de medida que estableciera condiciones a la inversión directa extranjera se consideró como un riesgo o barrera para el crecimiento y el desarrollo, sobre el supuesto de los beneficios netos de dicha inversión para el país de acogida. Así, se aplicaron epítetos como “mercantilismo” (Wilson, 2011: 285) o más recientemente el nacionalismo de los recursos fue identificado con “políticas proteccionistas” que “incrementan las regulaciones hostiles contra la inversión extranjera” (Arbatli, 2018: 103).
Es interesante señalar que este tipo de análisis neoliberal utiliza el doble rasero para describir el nacionalismo de los recursos, que sería racional y aceptable si lo practican los países ricos, pero anatema (para los intereses de la inversión extranjera) cuando lo llevan a cabo los países en desarrollo (Childs, 2016; Pryke, 2017). Así, mientras los países desarrollados pueden practicar un “nacionalismo de los recursos débil” que se basa en el imperio de la ley, en los países en desarrollo hay un “nacionalismo económico” que puede conducir al “nacionalismo de los recursos revolucionario” de carácter “arbitrario” (Bremmer y Johnston, 2009: 150-152).
En los últimos trabajos de revisión de esta literatura se proponen diferentes definiciones del concepto, que permiten establecer varias dimensiones del nacionalismo de los recursos en razón de sus motivaciones, naturaleza cíclica y como variable del discurso político con implicaciones geopolíticas.
En cuanto a las motivaciones para el nacionalismo de los recursos, la principal es la captura de las rentas económicas derivadas de los recursos por parte del Estado soberano, captura que es incentivada a medida que los precios internacionales de los recursos suben y ponen en marcha procesos de negociación obsoleta (Manzano, 2015; Pryke, 2017).
Este último aspecto alude a la naturaleza cíclica del nacionalismo de los recursos, que está motivada principalmente por las fluctuaciones de los precios internacionales: cuando los precios suben, hay mayores incentivos para capturar las rentas que activan los procesos de renegociación (como ocurrió en la década de 1970 y durante el último boom minero de 2000-2013); cuando los precios caen se tiende a fomentar la apertura al capital extranjero (como sucedió en las décadas de 1980, 1990 y a partir de 2014) (Haslam y Heidrich, 2016; Koch y Perreault, 2018; Arbatli, 2018).
Finalmente, el nacionalismo de los recursos forma parte del imaginario de las identidades nacionales construido sobre la idea de que “la gente de un determinado país y no las corporaciones privadas de entidades extranjeras deberían beneficiarse de los recursos de un Estado definido territorialmente” (Koch y Perreault, 2018: 2), o, dicho de forma más simple, “la idea de que la riqueza nacional debería ser usada para el beneficio de la nación” (Young, 2017: 1). Los recursos naturales se consideran constitutivos del patrimonio nacional, patrimonio que en América Latina comparte etimología con la palabra clave del nacionalismo de los recursos (patria), lo cual tiene implicaciones geopolíticas, puesto que los recursos minerales en cuestión son de naturaleza estratégica y no se deben entregar a manos extranjeras: hacerlo sería de vendepatrias (Koch y Perreault, 2018).
Haslam y Heidrich (2016) describen la evolución de la gobernanza de los recursos naturales en América Latina desde 1870 como una sucesión de tres oleadas o ciclos de privatización-nacionalización, que se completaron aproximadamente entre 1870-1940, 1950-1980 y 1990-2015. En los últimos 25 años, el tercer ciclo de privatización-nacionalización se podría resumir en tres fases: la fase de liberalización de la década de 1990 (que es en la que terminaría nuestro análisis), la fase de regulación del primer lustro del 2000 y la fase de renacionalización de la década del súper-ciclo.
Aunque algunos autores afirman que el término nacionalismo de los recursos se aplica “sin prejuicio de la orientación política” (Haslam y Heidrich, 2016: 8), es evidente que la disputa por el reparto del excedente que genera la explotación de las riquezas del subsuelo entre el Estado y las empresas privadas tiene connotaciones políticas. De hecho, estos autores hablan de “variedades” de nacionalismo de los recursos y establecen una suerte de gradación cualitativa supuestamente neutra entre nacionalismo limitado (Colombia), moderado (Perú) y radical (Bolivia), en un eje imaginario que va de dar la máxima prioridad a los intereses de las empresas a dar la máxima prioridad a los intereses generales a través del Estado.
En este tipo de literatura se caracteriza institucionalmente cada uno de los países andinos durante el último boom minero de acuerdo a la intensidad del nacionalismo, a partir de dos coordenadas. La primera se representa en un eje privado/público y se mide en términos de captación de recursos por parte del Estado (ingresos fiscales) en porcentaje del PIB, sobre el supuesto de que, a mayor recaudación, mayor intensidad adquiere el nacionalismo entendido como la defensa de los intereses generales. La segunda coordenada, que se representa en el eje de dependencia de los ingresos fiscales respecto a los ingresos provenientes de la explotación y comercialización de hidrocarburos y minerales, refleja (también supuestamente) el lado negativo del nacionalismo según la tesis de la maldición de los recursos, o más bien de la dependencia de las rentas que extrae el Estado si hay un manejo deficiente de las mismas, que es la presunción de este tipo de literatura (Domínguez, 2021b), a la que ahora se añade un último supuesto harto discutible sobre la centralización de las rentas como tendencia opuesta a la buena gobernanza (Kaufmann, 2017; Ballón et al., 2018; De la Puente y Ballón, 2019).
Por tanto, el limitante principal del nacionalismo de los recursos -el involucramiento del Estado en la extracción, procesamiento, venta y distribución económica de las rentas derivadas de los sectores de recursos naturales- no es su definición, sino la camisa de fuerza ideológica que impone el sesgo neoliberal dado al término gobernanza de la minería o de los recursos naturales, que va asociada al enfoque de los ciclos de privatización-nacionalización.
El concepto de gobernanza defendido aquí parte de la centralidad del Estado que es el elemento común del trabajo analítico de Fukuyama (2013) y el genealógico de Mkandawire (2007). Según Fukuyama, la gobernanza es “la habilidad del gobierno para crear y hacer cumplir reglas, y para proporcionar servicios” (Fukuyama, 2013: 350). Para este autor, lo decisivo en la definición de dicha habilidad son los indicadores de capacidad y autonomía burocrática. La capacidad consiste en recursos (la capacidad de extraer tributos de las actividades económicas) y la profesionalización de la burocracia estatal (que incluye la existencia de islas de excelencia). La autonomía burocrática se rige por el óptimo de la autonomía enraizada, donde la burocracia está blindada en su independencia frente a presiones externas, pero a la vez está subordinada en su desempeño al servicio del intéres general de la sociedad.
Este planteamiento es complementario del que se deriva de la reconstrucción histórica del término gobernanza, que, como solución al problema de la maldición de los recursos, fue un enfoque no solo sumamente simplificador de las instituciones (Dietsche, 2018), sino también muy sesgado contra el Estado dearrollista (Kitthananan, 2008). A pesar de que los primeros trabajos sobre el concepto de gobernanza encargados por el Banco Mundial se centraron en las dos legitimidades de primer orden (de input o legitimidad democrática, y de output o proporcionar una vida digna a todos los ciudadanos y promover el crecimiento con cambio estructural), el Banco Mundial optó por la legitimidad de segundo orden o procedimental. Partiendo de la versión neoinstitucionalista de la teoría de la elección racional que considera a los Estados como entes predatorios y de la teoría del agente-principal (el núcleo duro del New Public Management) que se centra en la manipulación de los incentivos para la lucha contra la corrupción, el Banco recomendó la “buena gobernanza” como solución y sinómino de la plena implementación de los programas de ajuste estructural, a través de la creación de autoridades autónomas y la narrativa de la transparencia y rendición de cuentas, lo que solo sirvió para debilitar aun más al Estado (Mkandawire, 2007).
El término gobernanza utilizado a continuación recupera su asociación originaria con el Estado desarrollista, toma como punto de referencia las dos legitimidades de primer orden y rechaza el uso del concepto buena gobernanza y su identificación con el Estado minimalista que se concentra en los procesos decisionales y cuya debilidad se encubre con la ideología privatizadora de la descentralización y la participación de la sociedad civil (teledirigida por el sistema de ayuda internacional). Así, el hecho de que constitucionalmente la nación a través de su representación institucional (el Estado) es la propietaria de las riquezas del subsuelo en los países de América Latina (Azqueta y Sotelsek, 2019), hay que tener en cuenta que la legitimidad de input en la gobernanza de los recursos naturales, la representatividad democrática, reside en el Estado. Y este, como dueño de los recursos del subsuelo, tiene la potestad constitucional de percibir ingresos públicos por la extracción, venta y transformación de los recursos naturales (Pryke, 2017). Además, la calidad de la gobernanza se debe medir no sólo por el propósito de prevenir y resolver conflictos o dilemas (González, 2019), sino por la cantidad y calidad de los bienes públicos que proporcionan las políticas públicas (la legitimidad de output), que también reside en el Estado y las funciones del gasto público (de los ingresos provenientes de las rentas de los recursos naturales) en cuanto a su eficacia socialdesarrollista para la reducción de la pobreza y la desigualdad y la consolidación del cambio estructural (Childs, 2016), como elemento constitutivo del desarrollo económico.
La minería en el pensamiento económico: una industria de dudosa reputación
Del siglo XVIII al período de entreguerras del siglo XX
En el siglo XVIII, Richard Cantillon planteó los enormes costes sociales de la minería metálica del Nuevo Mundo. Al observar los elevados costes laborales en el sector, escribió: “el trabajo de las minas de plata es caro por razón de la mortalidad que causa, ya que los obreros apenas si resisten cinco o seis años en este trabajo” (Cantillon, 1755: 31). Pero su aporte teórico más importante fue una explicación completa de lo que mas tarde se conocería como enfermedad holandesa, aunque propiamente debería denominarse ibérica, a tenor de que el descubrimiento fue hecho por los escolásticos y arbitristas españoles de los siglos XVI y XVII. Cantillón replanteo la teoría cuantitativa del dinero y sus implicaciones sobre la distribución del ingreso, la demanda externa y la desindustrialización, en un proceso en el que los enlaces de demanda final activados por la dependencia de la minería resultan desbordados por las fugas de capital que provoca el aumento de los precios, con el resultado final de que el crecimiento se vuelve empobrecedor (“sobrevendrán la pobreza y la miseria”), de modo que el trabajo de las minas no resultaba “sino en ventaja de quienes están ocupados en ellas, y de los extranjeros que con ello se benefician” (Cantillon, 1755: 51). Los imperios español y portugués, ricos en minas, eran decadentes, mientras que Inglaterra y Francia, carentes de esas riquezas naturales, eran naciones prósperas que obtenían sus reservas de oro y plata del saldo de la balanza comercial gracias a su industria: “una producción considerable en el interior del Estado, susceptible de suministrar las materias primas necesarias para confeccionar los bienes y mercaderías que se envían al exterior” (Cantillón, 1755: 55). Minería e industrialización aparecían como polos opuestos en el progreso de las naciones.
La reputación de la minería siguió empeorando cuando Adam Smith calificó esta industria como una actividad de alto riesgo, especialmente en el caso de la minería de metales preciosos. Para Smith, la minería de oro y plata del Perú, Bolivia y Chile era “una lotería en donde los premios no compensan los números no premiados, aunque su magnitud pueda tentar a algunos aventureros a que dilapiden sus fortunas en proyectos tan poco prometedores” (Smith, 1776: 137); la razón aducida por Smith era que el Estado rentista (la Corona española), que otorgaba privilegios de explotación a quienes descubrieran nuevos yacimientos, aplastaba el beneficio privado con su impuesto real cobrado sobre la producción (el quinto real hasta 1736), a pesar de que luego sería rebajado a causa de los costes crecientes de explotación típicos del sector.****** Debido a los altos costos de exploración de la minería de oro y plata, al carácter capital-intensivo de su explotación (que compartía con la minería inglesa del carbón), a la incertidumbre sobre la calidad de los yacimientos y a los rendimientos decrecientes, esta actividad era “quizás la lotería más desventajosa del mundo, aquella en la que la ganancia de quienes obtienen los premios guarda la menor proporción con la pérdida de quienes no obtienen nada”, por lo que Smith desaconsejó incentivarla con ayudas públicas (Smith, 1776: 435). En definitiva, dado que el valor original de los bienes residía en el trabajo aplicado a la tierra, “una gran abundancia de minas de piedras o metales preciosos añadiría poco a la riqueza del mundo. Un producto cuyo valor se origina principalmente en su escasez resulta degradado cuando prolifera” (Smith, 1776: 140). Por eso, el efecto de la minería sobre la riqueza real de las naciones, además de improbable y efectivo solo a largo plazo*******, resultaba insignificante, y la prueba era que “[l]os países dueños de las minas, España y Portugal, son quizás los países más pobres de Europa” (Smith, 1776: 191).
La economía política clásica estableció con David Ricardo que la renta económica de las minas estaba determinada por las mismas leyes (de rendimientos decrecientes) que regulaban la renta de la tierra de diferente fertilidad. De relacionarse con la condición finita del factor tierra a modo de limitante del crecimiento, la noción de rendimientos decrecientes se extendió a la cuestión de carbón con el ricardiano William Stanley Jevons. En contraste con la tierra, el carbón era un recurso agotable: “en una mina no hay reproducción; la producción, una vez empujada al máximo, pronto comenzará a fallar y hundirse hacia cero” (cfr. Sandmo, 2015: 51). Cuando publicó su trabajo en 1866, Jevons comprobó que el nivel de consumo de energía del que dependía la economía de Gran Bretaña para su crecimiento industrial sería insostenible en términos económicos a largo plazo por la ley de rendimientos decrecientes (los costes crecientes de la extracción del carbón a mayor profundidad); y, además, la maximización de la eficiencia en la utilización del carbón no sería la solución, porque, en vez de disminuir, aumentaría la demanda de ese recurso, según la conocida después como paradoja de Jevons o efecto rebote (Erreygers, 2017; Wolloch, 2017).
En las últimas ediciones del famoso manual de John Stuart Mill, aparecidas después del trabajo de Jevons, el último gran representante de la economía política clásica consideró que la fuerza de la ley de rendimientos decrecientes en la minería era mayor que en la agricultura por la condición “susceptible de agotamiento” de los minerales (Mill, 1885: 480).******** La novedad del planteamiento de Mill es que él supo ver, pese a todo, las mayores posibilidades de cambio tecnológico de la minería (en el sentido que luego daría Schumpeter al concepto de innovación) en comparación con el sector agrario. Para Mill, las operaciones mineras eran “más susceptibles a las mejoras mecánicas que la agricultura” (allí es donde primero se aplicó la máquina de vapor), la minería ofrecía “posibilidades ilimitadas de mejora en los procesos químicos de extracción de los metales” y “el descubrimiento de nuevas minas, iguales o superiores en riqueza” serviría “para contrarrestar el progreso de todas las minas existentes hacia el agotamiento” (Mill, 1885: 144).
Mill se convirtió así en un defensor pionero del “optimismo tecnológico” (Constanza, 1989: 2), la idea de que los límites impuestos por los recursos naturales al crecimiento pueden ser eliminados por el cambio tecnológico vinculado al avance científico. Mill lo expresó de esta manera: “Esta ley [de rendimientos decrecientes] puede ser suspendida o controlada temporalmente por lo que sea que se agregue al poder general de la humanidad sobre la naturaleza”, en particular por el avance del conocimiento sobre “las propiedades y poderes de los agentes naturales” (Mill, 1885: 144). Por tanto, la visión de que los economistas políticos clásicos británicos ignoraron los aspectos económicos de la minería (Graulau, 2008) resulta incorrecta.
Sin embargo, la apreciación de Mill no encontró eco en un tiempo en que, con la contrarrevolución marginalista, la idea de los rendimientos decrecientes había llegado para quedarse y con ella la minería se veía como un sector no favorecedor del progreso. En este contexto, Frank D. Graham (1923) elaboró la primera teoría sobre el efecto dañino para la industrialización de la especialización en productos intensivos en recursos naturales, anticipándose a la que más tarde formularon Raúl Prebisch y Hans Singer como precedente de la tesis de la maldición de los recursos. En respuesta a la pregunta “por qué las regiones [de Estados Unidos] con escasos recursos naturales dedicadas a la manufactura a menudo sobrepasan en prosperidad a las regiones de recursos naturales mucho mayores donde la industria extractiva prevalece”, Graham (1923: 215) constató que la diferencia estaba en los rendimientos crecientes de la industria y los decrecientes vinculados a los recursos naturales.
Por su parte, Harold Hotelling (1931) formuló la teoría de la regulación de la explotación de los recursos naturales agotables, a fin de evitar lo que de otro modo se aventuraba como su rápida desaparición; su solución fue la conocida más tarde como regla de Hotelling, según la cual, bajo condiciones de competencia perfecta (pese a que Hotelling reconocía la tendencia al monopolio en el sector de los recursos naturales), el precio neto de los recursos naturales debía crecer al mismo ritmo que la tasa de interés: si los precios de los recursos aumentaban más que la tasa de interés tenía sentido conservarlos y endeudarse porque el valor de los recursos sería mayor que la deuda; en caso contrario, tenía más sentido extraer el recurso en cuestión y ahorrar mediante su conversión en activos financieros para las generaciones futuras.
La minería, sector paria de la economía del desarrollo: el camino al NOEI
Con estos antecedentes, las industrias basadas en recursos naturales y la minería en particular se convirtieron después de la II Guerra Mundial en “el paria de la economía del desarrollo” (Davis, 1995: 1766). Uno de los pioneros de la economía del desarrollo, Hans Singer (1950), apuntó el carácter altamente intensivo en capital de la minería de los países subdesarrollados, lo que se apoyaba en gran medida en tecnología extranjera importada y contribuía al dualismo de dichas economías, que la CEPAL resignificaría después como heterogeneidad estructural.********* Ragnar Nurkse caracterizó la inversión minera y petrolífera norteamericana en los países subdesarrollados como una fórmula “colonial” propia del siglo XIX (Nurkse, 1952: 573). Charles E. Rollins (1956) prefiguró la terminología de los linkages hirschmanianos o enlaces (aunque los denominó “influencias directas” e “influencias indirectas” o “fiscales”) y contribuyó a difundir la tesis de la baja asociación de las industrias extractivas foráneas con el resto de las actividades en las “viejas” economías subdesarrolladas, donde tales influencias (a diferencia de lo ocurrido en los países nuevos como Canadá o Australia) eran muy escasas (Rollins, 1956: 254). Albert Hirschman, que ignoró el trabajo de Rollins, tomó nota de la nula relación entre las industrias extractivas y el desarrollo: la minería era una actividad de “enclave” organizada en “unidades perfectamente autocontenidas” y con enlaces productivos “débiles” con el resto de los sectores económicos (Hirschman, 1958: 52, 109).
Lo interesante del trabajo original de Rollins no solo era la pregunta de investigación (“¿es probable que el desarrollo de los recursos minerales en un país subdesarrollado lleve al crecimiento económico generalizado?”) sino la respuesta. En ella anticipó la teoría de la modernización (con el toque racista incluido) y las tesis neo-institucionalistas herederas de ese marco interpretativo. En países “nuevos”, como Canadá y Australia, la respuesta a la pregunta sobre la relación entre recursos minerales y crecimiento era afirmativa porque ambas economías estaban dotadas con un fondo de instituciones propias del capitalismo europeo y no tenían “poblaciones indígenas importantes que convertir” [sic]; por el contrario, en las “viejas” áreas subdesarrolladas de América Central y del Sur, la situación era bastante distinta porque la colonización de España y Portugal no había propiciado el crecimiento capitalista, y, además, la mayoría de los países de América Latina contenían todavía “importantes poblaciones de indios para ser convertidos” (Rollins, 1956: 279). La misma situación se daba en África, “con la importante excepción de la Unión Sudafricana (donde una gran parte de la población europea domina la economía y donde ha tenido lugar un crecimiento económico considerable ayudado en un grado importante por las minas de oro y diamantes)” (Rollins, 1956: 279). En definitiva, en la generalidad de las viejas áreas subdesarrolladas no existían las “bases institucionales para fomentar el crecimiento económico”, así que la relación entre dotación de recursos minerales y desarrollo económico era una cuestión de calidad institucional, pero había también un factor de economía política (Rollins, 1956: 279). Además de las escasas influencias directas y fiscales de las empresas extractivas (salvo en el caso de Venezuela), el objetivo del desarrollo de los países ricos en recursos naturales requería “medidas contrarias a los deseos del inversor privado” (que siempre era un clima favorable para la inversión extranjera), de modo que los gobiernos debían obligar a los inversores foráneos a “renunciar a algunas de sus prerrogativas” si aspiraban a logar un “rápido desarrollo”: esta era la diferencia entre los casos de Chile y Bolivia (Rollins, 1956: 280).
En un trabajo publicado por primera vez en 1957, Paul A. Baran, el principal exponente de la economía neomarxista en Estados Unidos, estableció la relación entre abundancia de recursos naturales no renovables y “el desperdicio, la corrupción, el derroche de grandes sumas en el mantenimiento de amplias burocracias e instalaciones militares cuya única función es mantener al régimen comprador en el poder”, tomando como ejemplo nuevamente Bolivia y Chile (Baran, 1962: 362). Para Baran, estos efectos estaban estrechamente conectados con el “imperialismo” (Baran, 1962: 365), cuya función era estabilizar los regímenes clientes como abastecedores de materias primas estratégicas a bajo precio. El problema del desarrollo no era el deterioro de los términos de intercambio (las empresas multinacionales manipulaban a discreción los precios de transferencia), sino el drenaje de capital por vía de evasión y/o repatriación de beneficios de las empresas extranjeras y el aumento de las importaciones de las burguesías compradoras en los períodos de auge de los precios. Lo que se denominaba desarrollo en realidad era una estrategia “calculada para preservar el subdesarrollo de los países como fuentes de materias primas para el Occidente imperialista y así perpetuar su estado de atraso económico, social y político” (Baran, 1962: 431). Por eso, cuando algunos países, como Venezuela e Irán, trataron de ejercer la soberanía sobre sus recursos no renovables estratégicos (caso del petróleo) mediante la “amenaza mortal de la nacionalización” (Baran, 1962: 340) se encontraron con que
todas las palancas de la intriga diplomática, de la presión económica y de la subversión política, son puestas en juego para derribar al gobierno nacional recalcitrante y reemplazarlo por políticos que estén dispuestos a servir a los intereses de los países capitalistas. La resistencia de las políticas imperialistas… es aún más desesperada cuando las aspiraciones populares hacia una liberación social y nacional se expresan en la forma de un movimiento revolucionario que, apoyado o conectado internacionalmente, amenaza con derribar todo el orden económico y social del capitalismo y del imperialismo. En tales circunstancias, la resistencia se recrudece al formarse una alianza contrarrevolucionaria de todos los países imperialistas (y de sus lacayos de confianza), asumiendo la forma de una cruzada sistemática contra las revoluciones nacionales y sociales (Baran, 1962: 120-121).
En los países recién independizados de África la situación no era mejor a causa del neocolonialismo como fase superior del imperialismo, por usar el lema del presidente de Ghana, Kwame Nkrumah. La minería se había convertido en la actividad económica más rentable del continente, pero era propia de “islas privilegiadas aisladas dentro de una economía general muy pobre” (Nkrumah, 1966: 4). Al destinarse principalmente a la exportación, los minerales africanos que salían de esos enclaves servían para “alimentar a las industrias y fábricas de Europa y América y para el empobrecimiento de los países de origen” (Nkrumah, 1966: 4).
En América Latina, este discurso antiimperialista había ya calado antes entre los intelectuales nacionalistas que anhelaban el desarrollo de la región, a partir de la transformación de sus recursos naturales no renovables, y es el que está en las raíces literarias, estructuralistas y marxistas de la teoría de la dependencia. Para el escritor mexicano Carlos Fuentes, “el hierro y petróleo en Venezuela, el cobre en Chile, los minerales peruanos, no permanecen en esos países para promover el desarrollo económico: son una posesión de la economía estadounidense y benefician sólo a esa economía” (Fuentes, 1963: 491). Después, André Gunder Frank puso a la minería en el centro de la estructura colonial “metrópoli-satélite” por la que el capitalismo había penetrado en la región y que después se había reproducido a escala mundial para hacer de América Latina un ejemplo de “desarrollo subdesarrollado” (Frank, 1967: 162-163). Celso Furtado (1970), contempló la minería como una actividad con escasos efectos inducidos en el empleo, generadora de una infraestructura de transporte que no servía a la articulación del mercado nacional de los países, y responsable de drenar capital al estar principalmente en manos extranjeras.
Samir Amin utilizó la terminología de las fugas (leaks) para describir los escasos efectos de la creación de “enclaves” de capital extranjero en el sector minero en los países subdesarrollados (Amin, 1976: 208-209) y Ruy Mauro Marini (1977: 33) utilizó la expresión enclave para describir “la simple anexión de áreas de producción (por lo general extractivas, aunque también agrícolas) a los centros industrializados”. En una de las metáforas latinoamericanas más famosas, Eduardo Galeano escribió a propósito de “América Latina, la región de las venas abiertas” por las que se habían escapado, primero hacia Europa y luego hacia Estados Unidos, sus riquezas naturales y en particular, las de “sus profundidades ricas en minerales” (Galeano, 1973: 16). Es más, en “las zonas productoras de riquezas minerales” parecía cumplirse una “ley de acero” por la cual “cuanto más codiciado por el mercado mundial, mayor es la desgracia que un producto trae consigo al pueblo latinoamericano que, con su sacrificio, lo crea” (Galeano, 1973: 85; énfasis en el original).
En ese ambiente, Nicolo Gligo y Jorge Morello, consultores de la CEPAL en el proyecto conjunto con el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente sobre “Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina”, atribuyeron a la minería la “catástrofe demográfica” del siglo XVI, que tuvo “caracteres de genocidio”, así como las transformaciones del paisaje a gran escala que provocaban la “artificialización ecosistémica” (Gligo y Morello, 1980: 137, 142). Para los autores, “el crecimiento de la industria minera de exportación estuvo asociado a la desnacionalización de la misma, por lo que se desarrolló en la mayoría de los casos en sistemas de enclaves” (Gligo y Morello, 1980: 151).
El proyecto CEPAL/PNUMA, “que marcó el punto culminante del pensamiento estructuralista de la dependencia al final de la década de 1970” (Domínguez, León, Samaniego y Sunkel, 2019: 23), coincidió con el momento de clímax del segundo ciclo de privatización-nacionalización de la gobernanza de la minería. Si entre 1960 y 1969 hubo 17 actos de expropiación de recursos petroleros, entre 1970 y 1979, coincidiendo con el auge de los precios del petróleo, se produjeron 72; en ese sector, la propiedad estatal y las empresas públicas fueron la norma, con 78 países involucrados en la creación de compañías nacionales de petróleo (Arbatli, 2018). La Declaración sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional,********** su Programa de Acción*********** y la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados,************ aprobadas por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1974, reafirmaron contundentemente las declaraciones previas acerca de la soberanía permanente sobre los recursos naturales de 1952, 1962 y 1969, culminando así el segundo ciclo de gobernanza de la minería (Haslam y Heidrich, 2016; Faundez, 2017; Thornton, 2018; Arbatli, 2018). No fue ninguna casualidad que México -el país que había cambiado el derecho de propiedad sobre la tierra durante su revolución y había cerrado el primer ciclo de privatización-nacionalización de 1870-1940 con la nacionalización del petróleo en 1938- fuera el impulsor de la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, con la pretensión de convertirla en un Convenio internacional (Thornton, 2018).
En ese contexto de presión nacionalizadora de los recursos minerales de la agenda del NOEI (Amin, 1981; Wälde, 1984), el consenso académico para América del Sur quedó dominado por la idea de que la dependencia de la minería y el desarrollo resultaban incompatibles (Page, 1976). La legislación minera restrictiva respecto de la inversión extrajera en el Pacto Andino y la renacionalización de la explotación de los recursos naturales a costa de los intereses de las empresas multinacionales marcaron el punto culminante de esa ideología (Wälde, 1984; Tironi, 1982). Los supuestos beneficios de la minería (generación de divisas, ingresos públicos y puestos de trabajo) habían sido sobrevalorados por los organismos multilaterales financieros y sus voceros académicos y políticos. Había que distinguir entre las entradas brutas de capital extranjero y la generación neta de divisas de las exportaciones, una vez descontadas las repatriaciones de beneficios y las importaciones de bienes de producción; en la generación de ingresos públicos también había que tomar en cuenta los costos asumidos por el Estado para la gestión de la minería, incluidos la investigación geológica y los servicios especiales financieros, además de la cuestión del carácter volátil y fluctuante de tales ingresos asociado a las variaciones internacionales de los precios; finalmente, en cuanto a la creación de puestos de trabajo, había que diferenciar entre la gran minería de origen extranjero, que era muy intensiva en capital (un capital que además era muy difícil de transferir a otros sectores), y la minería artesanal, que, por su pequeña escala, empleaba a muy pocos trabajadores (cinco en promedio por empresa).
Al margen de estas consideraciones, la minería daba lugar a grupos muy poderosos y a una distribución desigual del ingreso que podían condicionar la política económica en un sentido contrario al desarrollo (al bloquear las medidas redistributivas), mientras que, al margen de los mayores salarios, las condiciones laborales de los mineros en términos de higiene y seguridad en el trabajo seguían siendo deplorables. En el pasivo de la minería, también había que considerar los impactos ambientales y ecológicos provocados por la demanda de agua, los relaves y la polución atmosférica, y la incompatibilidad de todo ello con “la preservación de las tierras de las tribus ancestrales” (Page, 1976: 246).
En ese contexto, los planteamientos teóricos sobre la relación minería-desarrollo oscilaron entre las propuestas revolucionarias de desconexión y las reformistas del NOEI. En el primer caso, se defendió la creación de “alianzas de [E]stados productores de materias primas”, lo cual implicaría “una modificación sustancial en la estructura interna del poder de cada [E]stado… colocando en el poder a una alianza de clases… capaz de luchar contra el poder monopólico del imperialismo hasta sus últimas consecuencias” (Braun, 1975: 789; énfasis en el original). En el segundo caso, se llegó a formular toda una “teoría mineral del crecimiento”, según la cual las naciones de América Latina con rentas extraordinarias de las exportaciones de productos mineros (economías minerales) estaban sometidas a un ciclo que se podía resumir como “de la miseria a la abundancia y vuelta a la miseria” por su dependencia de los precios y el capital internacionales (Mamalakis, 1978: 851). De esa trampa solo se podía salir siguiendo el camino de Venezula (el otro gran impulsor del NOEI en América Latina), es decir, con la nacionalización de los recursos como condición necesaria aunque no suficiente: había que integrarse también en un cartel de productores primarios (OPEP) y utilizar las “rentas fabulosas” de las exportaciones para cambiar la estructura productiva “mediante una conversión masiva del capital minero que se agota en un capital físico (industrial y de infraestructura), humano (educación y salud), financiero y tecnológico y aún político, promotor del crecimiento” (Mamalakis, 1978: 854, 876).
Minerodesarrollismo, privatización y capital extranjero
Con la crisis de la deuda se inició el siguiente ciclo de privatización-nacionalización y las tornas cambiaron: la minería se convirtió entonces en un activo estratégico para aliviar el ajuste recesivo (Sunkel, 1986; Dore, 1994), en una coyuntura en que el deterioro de los términos de intercambio hizo de la necesidad virtud por medio de restauración de la teoría de las ventajas comparativas. Lo que se había dibujado como un límite insuperable al crecimiento en la década anterior ante las acciones de la OPEP, que habían disparado (junto con el flujo de petrodólares) los precios del petróleo y otros recursos naturales, se convirtió ahora en exceso de producción, abundancia de depósitos a la espera de inversión extranjera, tecnología y capacidad de gestión, y caída de los precios de los hidrocarburos y los recursos minerales. Las restricciones legales se empezaron a desmontar y se instaló un clima de relaciones amables entre gobiernos y empresas multinacionales, con el mensaje de que los gobiernos de los países en desarrollo debían “programar y ejecutar políticas nacionales de desarrollo minero como una contribución hacia el desarrollo económico en general” (Wälde, 1984: 300). Para sustentar esta afirmación, había que echar mano de la escasa literatura previa que justificaba la relación positiva entre minería y desarrollo sobre la base de dar todo tipo de facilidades a la inversión extranjera. Ese había sido el tema recurrente de algunos precursores y pioneros de la economía del desarrollo durante las décadas de 1950 y 1960, que trabajaron en el entorno del Banco Mundial como contrapartes gubernamentales, consultores o funcionarios. Ellos elaboraron el argumentario de la institución sobre la relación positiva entre minería y desarrollo.
El círculo virtuoso minería-desarrollo
Las bases intelectuales de la literatura minerodesarrollista hunden sus raíces en la contestación de la tesis de la maldición de los recursos establecida por los escolásticos tardíos de la Escuela de Salamanca y del arbitrismo del siglo XVII. La maldición fue sofisticada por Jean Bodin en la Francia del siglo XVI, y de nuevo en los siglos XVIII por Montesquieu, David Hume, James Steuart y ya en el siglo XIX por Thomas R. Malthus, a partir de la variante del determinismo ambiental, una doctrina según la cual la abundancia de recursos naturales inducía a un menor esfuerzo en el trabajo de la población. Montesquieu y Hume, junto con Cantillon y Smith, asociaron el descubrimiento de las minas americanas de metales preciosos con la decadencia de España (Wolloch, 2017).
Sin embargo, Alexander von Humboldt, que viajó entre 1799 y 1804 por los actuales territorios de Venezuela, Perú, Ecuador, Colombia, Cuba y México, criticó la tesis de la maldición de los recursos por ser una gran simplificación; para el caso de México, identificó los enlaces de demanda final de la minería y atribuyó el menor crecimiento de la Nueva España en comparación con Estados Unidos a la desigualdad en la distribución de la propiedad de los recursos naturales (tierra y minerales), no a su abundancia (Boianovsky, 2013). Para el aléman, las instituciones eran endógenas y producto de la historia colonial, así que no resultaría nada fácil cambiarlas en el futuro.
Tras el predominio del paradigma de la escasez absoluta o relativa de los recursos naturales como limitante del crecimiento económico a partir de la hipótesis de los rendimientos decrecientes de Malthus, Ricardo, Mill, Jevons y Hotelling, en el el período de entreguerras Allyn A. Young y Joseph Alois Schumpeter restauraron la visión optimista que Mill, de modo absolutamente excepcional, había establecido en el otoño de la economía política clásica y la primavera de la contrarrevolución marginalista. Young, economista de Harvard, generalizó la idea sobre los rendimientos crecientes y su relación con el progreso económico (que Graham había atribuido únicamente a la industria) para enlazar con la definición de progreso tecnológico dada por Schumpeter en 1911. Para Young, como para Schumpeter, “el descubrimiento de nuevos recursos naturales y de nuevos usos para ellos” reforzaba los efectos de los rendimientos crecientes derivados de la ampliación del tamaño del mercado (Young, 1929: 535).
La inquietud por el agotamiento de los recursos naturales que dominó el pensamiento económico después del aporte de Hotelling no estaba desde luego en la agenda de Schumpeter, que había situado “la conquista de una nueva fuente de oferta de materias primas…, independientemente de si esta fuente ya existe o si primero debe crearse” (Schumpeter, 1934: 250) en el centro de su teoría del desarrollo económico. Para Schumpeter, la idea de rendimientos decrecientes que Ricardo había tomado de Malthus no solo había sido invalidada por los hechos (la ralentización del crecimiento de la población), sino porque las tierras que entraron en la esfera capitalista en el siglo XIX estaban lejos de topar con los rendimientos decrecientes. En los años de la II Guerra Mundial, Schumpeter escribió que “el progreso tecnológico ha dado un giro de 180 grados a la situación” y predijo un futuro de abundancia de alimentos, materias primas y minerales.************* Por tanto, la nueva fuente de oferta de materias primas a la que se refiere Schumpeter era una frontera económica, no geográfica, es decir, producto a su vez del progreso tecnológico************** y esa frontera podía ser la base de las nuevas combinaciones. Las nuevas combinaciones definían el desarrollo económico como un proceso evolutivo: un cambio económico que acompañaba a otros cambios en el “ambiente social y natural”, y que tenía su “impulso fundamental” en un proceso incesante de “Destrucción Creativa” alimentado por innovaciones (Schumpeter, 1943: 82-83). El optimismo tecnológico de Mill quedó, así, nuevamente restablecido.
Edward S. Mason, colega de Schumpeter en Harvard y consultor del Banco Mundial, publicó en 1952 el artículo seminal sobre la relación positiva entre minería y desarrollo. La tesis de su trabajo es que “la expansión de la producción minera es, en general, no solo compatible con el crecimiento económico de las áreas subdesarrolladas, sino que debería en gran medida facilitar la industrialización de esas áreas” (Mason, 1952: 336). El desarrollo de la minería generaba una serie de infraestructuras físicas y de capital humano auxiliares y daba lugar a un flujo de ingresos para el Gobierno que se podían derivar hacia el desarrollo industrial. Venezuela, donde las exportaciones de petróleo suponían el 97% del aporte de divisas externas y los royalties del petróleo el 60% de los ingresos estatales, era el ejemplo perfecto para hacer ese sueño realidad; Bolivia y Chile, los otros posibles candidatos. En este contexto, Estados Unidos, enfrentado a un pico de demanda de recursos minerales por el esfuerzo de la Guerra de Corea, debía asegurarse el abastecimiento apuntando sus prioridades a África y América Latina, regiones donde la mayor parte de la producción para la exportación estaba en manos de empresas europeas y norteamericanas. En América Latina el problema era que los gobiernos se mostraban sensibles “al estigma del colonialismo económico que con frecuencia acompaña a las economías fuertemente orientadas hacia las exportaciones de materias primas” y todos ellos compartían “la ambición de desarrollarse económicamente” interpretando el desarrollo “en términos de industrialización” (Mason, 1952: 333). Mason reconocía que la industrialización podía ser contraria a la especialización de esos países de acuerdo a sus ventajas comparativas estáticas: “la correcta asignación de los recursos de hoy, bajo el impacto de la industrialización, puede convertirse en la asignación inadecuada del mañana” (Mason, 1952: 334). Así que la aspiración latinoamericana al desarrollo como industrialización era un riesgo para las empresas multinacionales, que, en el caso del petróleo, podían convivir con un acuerdo 50-50 de división de las ganancias (como el que se estaba discutiendo en Venezuela en ese momento), pero no con una “expropiación «progresiva»” (Mason, 1952: 338). Cabe recordar que Venezuela generaba el 30% del petróleo producido fuera de Estados Unidos entonces y que Mason escribió entre líneas para prevenir contra la nacionalización del petróleo en Irán (el segundo proveedor mundial después de Venezuela), que Estados Unidos procedió a rectificar por medio del golpe de Estado contra Mohammad Mosaddegh en 1953 (tras el golpe, Arabia Saudí ocuparía el lugar de Irán como segundo suministrador).
Otro de los trabajos más influyentes de la visión optimista fue el del pionero del desarrollo y alto funcionario del Gobierno de Indonesia, Hla Myint (1958), que identificó la minería como una de las actividades en las que el excedente de capacidad productiva para exportar podía expandirse sin necesidad de contraer el consumo nacional, gracias a la inversión extranjera en infraestructura de transporte y descubrimiento de nuevos recursos minerales. El mensaje inequívoco de Myint para los países en desarrollo era que debían eliminar la “nacionalización real o amenazante y las diversas restricciones y regulaciones” que solo tenían el efecto de “reducir sus ganancias de divisas extranjeras tan urgentemente necesarias para su desarrollo económico” (Myint, 1958: 336). Por su parte, el también pionero del desarrollo y asesor presidencial estadounidense, Walt Whitman Rostow (1960), apuntó a la explotación de los recursos naturales para la exportación y su capacidad de atracción de la inversión extrajera como una de los requisitos para el despegue. Y el futuro premio Nobel, W. Arthur Lewis, ex asesor del Gobierno de Ghana, constató después que “con pocas excepciones, los países subdesarrollados de más rápido crecimiento” eran los que habían “descubierto ricos depósitos de minerales, como mineral de hierro, bauxita, estaño, cobre o petróleo”; en consecuencia, los planes de desarrollo debían “dar la máxima prioridad a levantamiento geológico y la prospección de minerales” (Lewis, 1966: 89).
La doctrina de la industria minera sostenible del Banco Mundial
Con estos mimbres intelectuales, en la década de 1960 el Banco Mundial empezó a promover la industria minera ante las buenas perspectivas de una demanda mundial en crecimiento, que planteaba requerimientos de inversión para las próximas décadas valorados en miles de millones de dólares en “países remotos y relativamente subdesarrollados” (McDivitt, 1963: 486). En estos países, los préstamos del Banco Mundial para proyectos de generación de energía eléctrica y transporte, supuestamente orientados hacia la industrialización (dos tercios del total de los proyectos financiados por el Banco desde su inicio hasta 1962), podían tener efectos indirectos muy positivos para el desarrollo de la minería (un sector en el que el Banco apenas había entrado directamente, con solo dos préstamos, uno de ellos en Chile). En un contexto en que “los países emergentes necesitan la riqueza que los minerales pueden proporcionar y los países desarrollados necesitan los minerales”, las exportaciones de minerales, siguiendo la teoría etapista de Rostow, podían hacer “una contribución significativa en las fases iniciales del desarrollo económico” (McDivitt, 1963: 488).
En la década de 1970, ante la presión nacionalizadora de los recursos naturales en los países en desarrollo en detrimento de los intereses de las empresas multinacionales (Amin, 1981; Wälde, 1984), el Banco Mundial publicó un estudio sistemático sobre la minería que, descartando “la retórica excesiva” del NOEI, reconocía sin embargo que “las causas fundamentales del descontento entre las naciones en desarrollo y la necesidad de revisar la configuración actual del poder económico” (la falta de convergencia) eran un problema real que había que abordar (Bosson y Varon, 1978: 5).
Para ello, el estudio partía del supuesto que las grandes empresas mineras podían ser “agentes poderosos para el desarrollo” siempre y cuando se les ofreciera un “marco de estabilidad política”, aunque de parte de las empresas se requería una “asociación más perfecta” con los gobiernos de los países en desarrollo (Bosson y Varon, 1978: 6-7). Además de recordar los efectos beneficiosos de la minería para el desarrollo (su aporte de divisas, ingresos para el Estado, empleo, formación técnica y desarrollo regional), los autores señalaban la contradicción entre quienes se oponían al poder de la inversión extranjera en minería y a la vez criticaban el efecto enclave y de generación de desigualdad en la distribución del ingreso que provocan las industrias extractivas como si fuera responsabilidad del sector privado corregir tales problemas: para “maximizar la contribución positiva de la industria al desarrollo económico general”, lo que se necesitaba era “una cooperación inteligente entre gobiernos y empresas” (Bosson y Varon, 1978: 8). Los gobiernos tenían que “respetar los acuerdos, excepto cuando el interés nacional ha sido groseramente, ilegalmente o injustamente violado”; y debían evitar la “beligerancia contra las compañías” y los “excesos” en la regulación, puesto que, al fin y al cabo, eran las grandes mineras las que poseían los inputs básicos de capital, tecnología, gestión y conocimiento, y la transferencia de todo eso a los países en desarrollo tomaría todavía mucho tiempo (Bosson y Varon, 1978: 17). Por su parte, las compañías debían “aprender a reconocer y respetar las necesidades y aspiraciones de los países en los que operan” y también debían “mostrar mayor conciencia social en su contribución económica” (Bosson y Varon, 1978: 17). En todo caso, los cambios en las reglas de juego y el incremento del nacionalismo se veían como los principales desafíos a largo plazo del sector, mientras que las cuestiones de seguridad energética y la contaminación no se consideraban problemas relevantes,*************** si bien, y como recomendación final, la minería debía “encontrar formas de salvaguardar el entorno en el que se desarrollan sus actividades y conducirlas armoniosamente en un escenario político y socialmente más exigente”, o en otras palabras, las industrias extractivas debían reformarse (Bosson y Varon, 1978: 23).
Pero la reforma empezó por los gobiernos y no llegaría a las empresas hasta mucho después y solo de forma cosmética. En la década de 1980, las recetas del Banco Mundial para la correcta gestión de las rentas derivadas de la explotación de los recursos minerales (con la creación de fondos especiales de ahorro e inversión), acompañadas de las políticas y reformas liberalizadoras y privatizadoras empacadas en lo que más tarde se denominarían programas de ajuste estructural del Consenso de Washington, fueron el mantra de los partidarios de la relación positiva entre minería y desarrollo, que se fortaleció en ese contexto de debilitamiento del poder de negociación de los países en desarrollo por la crisis de la deuda y la caída de los precios. Ya no había nada intrínseco en las industrias extractivas que bloqueara el desarrollo. Por el contrario, la minería podía “mejorar el desempeño de desarrollo económico en países lo suficientemente afortunados como para tener recursos naturales que sustituyen el ahorro interno, otros ingresos de exportación, o subvenciones a largo plazo del resto del mundo” (Lewis, 1984: 173). Es más, era “posible lograr altos niveles de desarrollo económico y diversificación” partiendo de niveles de dependencia en exportaciones de productos primarios por encima de lo normal (Lewis, 1989: 1596).
En este sentido, el mensaje principal de la literatura sobre la maldición de los recursos se podía entender como un llamado a evitar la “trampa populista” de los gobiernos de izquierda, como los de Salvador Allende en Chile, Michael Manley en Jamaica, Hernán Siles Suazo en Bolivia o Alan García en Perú, y dejar atrás la idea de “neutralidad sectorial” (Auty, 1993: 248-249). Por el contrario, el sector minero “debería ser visto como un bono con el que acelerar el crecimiento económico y el cambio estructural saludable”, de modo que lo que se necesitaba era “una política ortodoxa pragmática, preferiblemente con el apoyo de una intervención efectiva [al sector minero] de conformidad con el mercado” (Auty, 1993: 258). Es así como el Banco Mundial, junto con el FMI y el Banco Interamericano de Desarrollo, impusieron en la región, una salida a la crisis de la deuda por medio de un crecimiento frágil y volátil, basado en las exportaciones mineras a partir de las ventajas comparativas estáticas (Ahumada, 2019). El resultado fue “la rápida desindustrialización de América Latina” y una expansión de la frontera extractiva hacia la Amazonía por parte de Brasil, Perú, Colombia y Ecuador en busca de petróleo, de modo que la “promoción de las exportaciones y la degradación ambiental quedaron inextricablemente ligadas” (Dore, 1994: 66-67).
Durante la década de 1990, la inversión en industrias extractivas en los países desarrollados decayó a medida que las legislaciones protectoras del medio ambiente aumentaron los costes de gestión de los desechos mineros, y se trasladó a los países en desarrollo (Carvalho, 2017). Gracias al nuevo clima favorable para la inversión extranjera que se fue creando en la década de 1980 con el inicio del tercer ciclo privatizador apoyado con créditos del Banco Mundial en América Latina (World Bank, 1996), entre 1990 y 2000, la región pasó de captar del 12 al 33% de la inversión mundial en minería, acumulando 12 de los 25 mayores proyectos mineros globales (Bebbington, Hinojosa, Bebbington, Burneo y Waarnars, 2008). Así, el foco del debate sobre los efectos ambientales de la minería en los países desarrollados, asociado a las discusiones de la Cumbre de la Tierra de 1992, dio paso “al papel significativo que tiene la minería en el avance económico y el progreso social en los países en desarrollo” (Pastizzi-Ferencic, 1992: 7). En estos países, la minería era una de las pocas oportunidades para crear empleo formal y generar enlaces hacia delante; pese a sus impactos ambientales y sociales tan considerables,**************** la minería era un sector de “importancia crucial para los países en desarrollo”, de modo que lo que se requería era “identificar las mejores modalidades para lograr un balance entre la minería, el medio ambiente y el desarrollo”, a fin de mitigar tales impactos mediante la participación y el diálogo con las comunidades afectadas (Pastizzi-Ferencic, 1992: 7-8). En todo caso, eran los países en desarrollo presionados por el pago de la deuda los que consideraban la gestión de los impactos sociales y ambientales como “un lujo más adecuado para los países ricos desarrollados” (Pastizzi-Ferencic, 1992: 7).
En 1992, el Banco Mundial lanzó la Estrategia de Minería para África, con el cambio del papel de los gobiernos de propietarios y operadores a arrendadores y reguladores como lineamiento principal (De Sa, 2109). Cuatro años después, publicó su estrategia para el desarrollo de la minería en América Latina, a fin de completar el ciclo de reformas privatizadoras de la región que había apoyado en países como Perú, Ecuador y Bolivia en la década anterior, a partir del modelo de las reformas adoptadas en Chile en 1982-1983 (De Sa, 2019).
Frente a las ambigüedades que todavía se podían encontrar en los posicionamientos de la institución en la década de 1970, el Banco proponía ahora el concepto de “industria minera sostenible” y, para América Latina, “un desarrollo minero sostenible”, lo que suponía reconocer sin ambages que “lo ambiental importa” aunque todo el énfasis se trasladase a la necesidad de ofrecer a las empresas un “ambiente habilitador” (World Bank, 1996: XV).***************** Era responsabilidad de los gobiernos asegurar el derecho a explorar y extraer los minerales y a transferir o hipotecar ese derecho mediante el correspondiente código de minería; garantizar el derecho de acceso a los recursos del subsuelo, lo que implicaba la cesión de toda la tierra reservada para la exploración y el desarrollo de las empresas mineras paraestatales y su delimitación mediante la formación de un catastro minero; liberalizar la cuenta de capitales para poder realizar las importaciones de bienes intermedios sin arancel o con aranceles mínimos y la repatriación de beneficios, así como la eliminación de los controles de cambio y la libertad de exportación y venta del mineral a precios del mercado mundial; y, por último, diseñar un régimen fiscal estable y equitativo sobre la base de un impuesto a la renta competitivo con el establecido por otros países, y no a las ventas, así como un mecanismo para las deducciones de IVA por la compra de insumos nacionales (World Bank, 1996).
En ese contexto, se produjo el primer cuestionamiento estadístico de la paradoja de la abundancia, de modo que los partidarios de la relación positiva entre minería y desarrollo trataron de establecer la tesis de que la maldición de los recursos era más la excepción que la regla. Los países en desarrollo ricos en recursos minerales, no solo presentaban un ingreso y un desarrollo humano en promedio superior al de los países sin esa dotación, sino que su crecimiento económico entre 1970 y 1991 había sido mayor (Davis, 1995). La tesis de la maldición contradecía el sentido común o era una profecía autocumplida (Wright y Czeleusta, 2004). Por reducción al absurdo implicaría que las economías ricas en recursos estarían mejor si estos no se hubieran descubierto y explotado y todos los minerales necesarios para la industrialización fueran importados, las multinacionales se hubieran ido con su tecnología a otra parte, y los organismos financieros multilaterales penalizasen las inversiones en minería y los créditos se desviaran a las multinacionales dispuestas a invertir en minería en países desarrollados (Davis, 1995). La euforia de la privatización neoliberal de la década de 1990, a la que responde el tono provocador del trabajo de Davis, se tradujo en una corriente de crédito multilateral, que fue arropada con el discurso corporativo de la responsabilidad social de la minería en la lucha contra la pobreza, con el que se preparó el camino al relato de la contribución de la minería al desarrollo sostenible popularizado en la década siguiente (Graulau, 2008).
En efecto, en 1998, nueve grandes multinacionales mineras, organizadas en torno al World Business Council for Sustainable Development (WBCSD), bajo el liderazgo del CEO de la gigante minera Rio Tinto Corporation, lanzaron la Global Mining Initiative (GMI) con el propósito de promover el desarrollo sostenible en su triple dimensión económica, social y ambiental y mejorar su relacionamiento con las comunidades a fin de facilitar la consecución de la licencia social para operar. Para ello, a través del WBCSD, se comisionó al International Institute for Environment and Development el proyecto Mining, Minerals and Sustainable Development (MMSD), financiado por las grandes compañías, con el objetivo de explorar la transición de la industria minera al desarrollo sostenible de cara a la preparación de la Cumbre Mundial de Desarrollo Sostenible de Johannesburgo de 2002, en la que finalmente la minería tuvo una sección específica. Un año antes, la GMI y el proyecto MMSD dieron lugar a la creación del International Council on Mining and Metals (ICMM), con el mandato de mejorar el rendimiento social y ambiental de las mineras (Bebbington, Hinojosa, Bebbington, Burneo y Waarnars, 2008; Garibay, 2018; De Sa, 2019).
Este fortalecimiento de la institucionalidad internacional del sector se enmarcó como “nueva minería” (Bebbington, Hinojosa, Bebbington, Burneo y Waarnars, 2008: 899), una actividad que durante el último boom de 2000-2013 se presentaría como social y ambientalmente responsable, capital-intensiva, basada en trabajo cualificado y en posesión de las tecnologías que aseguraban la correcta gestión del riesgo, la minimización del impacto ambiental y hasta la protección y restauración ambiental en las áreas circundantes a los yacimientos.
Conclusiones
La minería fue durante mucho tiempo un sector bajo sospecha en la historia del pensamiento económico, con apenas excepciones (el optimismo tecnológico de John Stuart Mill) y desde mediados del siglo XX fue el auténtico paria de la economía del desarrollo por su carácter de enclave y mecanismo promotor de la dependencia. Toda esta tradición teórica estructuralista y marxista de la dependencia culminó en el principio de soberanía sobre los recursos naturales recogido en la Declaración y Programa de acción del NOEI de 1974, que impulsó la nacionalización como cierre del segundo ciclo de la minería latinoamericana.
El fracaso del NOEI y la continuidad de la inalterada división internacional del trabajo centro-periferia evidenciada en el deterioro de los términos de intercambio (en caída libre desde 1981 hasta 2002, tras el repunte transitorio de la década de 1970) mostraron cómo la evolución de los precios de los recursos naturales influyó decisivamente en el desarrollo desigual divergente de América Latina como muestra su PIB per cápita relativo con respecto al líder internacional (Gráfico 1). A su vez, la evolución de los términos de intercambio también impactó en la evolución del pensamiento sobre el desarrollo en general y sobre la relación entre minería y desarrollo en particular.
Con la crisis inducida de la deuda y la caída de los precios de los recursos en la década de 1980, la minería se convirtió en un activo estratégico para aliviar el ajuste recesivo y se rescataron las ideas de los pocos economistas partidarios de la relación virtuosa entre minería y desarrollo. El principal e inequívoco mensaje de esta literatura es que había que establecer un ambiente favorable para la inversión extranjera como condición necesaria (lo que significaba la oposición a las pretensiones de nacionalizadoras de los recursos naturales), aunque el registro histórico demostró una y otra vez que tal condición no fue en ningún caso suficiente para activar la relación virtuosa entre minería y desarrollo.
Así inició el postrer ciclo de privatización-nacionalización de los recursos naturales que, para el caso de América Latina, significó una agenda de reformas diseñadas y conducidas por el Banco Mundial en la década de 1990 para lograr una industria minera sostenible envuelta ya en el paradigma de la modernización ecológica del informe Bruntland. En esa década, la literatura sobre la maldición de los recursos naturales respondió a la preocupación por la correcta gestión de las rentas basada en la competencia fiscal entre países. El objetivo era minimizar los ingresos estatales y ampliar el excedente de explotación de las transnacionales extractivas: el problema no era la abundancia, sino la dependencia de rentas mal gestionadas provenientes de los recursos mineros, con lo que se abrió paso la idea de la buena gobernanza ligada a la calidad de las instituciones (eufemismo para reducir la presión fiscal estatal sobre los beneficios o ventas de las multinacionales).
Dado que la agenda de Río 1992 presionó a las industrias extractivas para mejorar la sostenibilidad de su gestión, siguiendo el paradigma de la modernización ecológica, desde fines de la década de 1990 se desarrolló toda la infraestructura (retórica) institucional de la minería sostenible sobre la racionalidad de la responsansibilidad social corporativa y el race to the top del Banco Mundial, pero esa ya es otra historia.
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El artículo toca algunos elementos del debate actual sobre el extractivismo, que por cierto niega la legitimidad del concepto de industrias extractivas (Domínguez, 2021a), pero este no es el punto principal de debate en la presente investigación.
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Sin desconocer los debates históricos sobre el término desarrollo, que, por cierto tuvieron sus raíces latinoamericanas (Domínguez y Caria, 2018), se asume como supuesto la reducción del término holístico desarrollo económico (vinculado a la economía política de las trasnformaciones estructurales) al mero crecimiento del producto per cápita, promovida primero por la teoría etapista de la modernización de Walt W. Rostow y luego por los organismos multilaterales financieros del Consenso de Washington.
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A diferencia de los 93 actos de expropiación (sólo contando los referidos a los recursos petrolíferos) producidos entre 1960 y 1985, en esos años del Consenso y Posconsenso de Washington no se produjo ninguna actuación estatal expropiadora a nivel mundial (Arbatli, 2018).
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De acuerdo a este modelo, “en la etapa inicial de negociación, las compañías tienen la ventaja de capital, tecnología y habilidades gerenciales, que se reflejan en los términos del acuerdo mutuo. Sin embargo, una vez que la empresa inicia el proceso de extracción, las inversiones de capital fijo se quedan ancladas, y el país anfitrión puede acceder con del tiempo a la tecnología y habilidades gerenciales. Este proceso inevitablemente inclina la asimetría de poder a favor de los gobiernos y conduce a una renegociación de los términos del acuerdo inicial” (Arbatli, 2018: 104). Dicha renegociación pude acabar con la creación de una compañía estatal como alternativa nacional a las compañías privadas extranjeras (Pryke, 2017).
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“su explotación se vuelve paulatinamente más cara debido a la mayor profundidad a la que se deben ejecutar los trabajos y al mayor gasto de drenar el agua y de ventilar esas profundidades” (Smith, 1776: 171).
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“Es posible que tras un siglo o dos se descubran nuevas minas más fértiles que ninguna de las conocidas hasta ahora; y es igualmente posible que la mina más productiva que se descubra entonces sea más pobre que cualquiera que haya sido explotada antes del descubrimiento de las minas de América. El que tenga lugar uno u otro de esos acontecimientos es de insignificante importancia para la riqueza y prosperidad real del mundo” (Smith, 1776: 189)
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“el creciente coste de producción debido al gradual agotamiento de las minas” (Mill, 1885: 498).
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Aníbal Pinto (1965; 1970) señaló ese punto de las diferencias de productividad del trabajo entre sectores precisamente a propósito de la gran minería del cobre en Chile.
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La declaración estableció, entre los principios del NOEI, cuatro que afectaban directamente a los recursos naturales de los países en desarrollo y los todavía en proceso de descolonización: la “plena soberanía permanente de los Estados sobre sus recursos naturales”; el derecho “a la restitución de sus recursos naturales y a la total indemnización por la explotación, el agotamiento y el deterioro” de los mismos; el derecho “a lograr su liberación y recuperar el control efectivo sobre sus recursos naturales y sus actividades económicas”; y la ayuda al desarrollo para los países “que han establecido o están tratando de establecer un control efectivo sobre sus recursos naturales y actividades económicas que han estado o siguen estando bajo control extranjero”. Véase https://repositorio.cepal.org/handle/11362/13216.
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El programa contemplaba la creación de un “mecanismo apropiado para defender los precios de sus productos básicos exportados, asegurar a esos productos un mayor acceso a los mercados y estabilizar los mercados”, tomando como referencia “la movilización cada vez más eficaz por la totalidad del grupo de los países exportadores de petróleo de sus recursos naturales en beneficio de su desarrollo económico”. Vésase https://repositorio.cepal.org/handle/11362/13216.
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La Carta recoge en su artículo 2 la idea de “soberanía plena y permanente, incluso posesión, uso y disposición”, sobre los recursos naturales. Véase https://repositorio.cepal.org/handle/11362/13216.
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“en un futuro calculable viviremos en medio de una turbadora riqueza tanto de alimentos como de materias primas, dando rienda suelta a la expansión de la producción total con la que sabremos qué hacer. Esto se aplica también a los recursos minerales” (Schumpeter, 1943: 116).
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“La conquista del aire puede ser más importante de lo que fue la conquista de la India. No debemos confundir las fronteras geográficas con las económicas” (Schumpeter, 1943: 117).
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Sobre este último punto, y debido a la mayor exigencia ambiental de la legislación en los países desarrollados, el estudio constataba la tendencia a “reubicar instalaciones de procesamiento de minerales, es decir, a exportar contaminación, una tendencia que los países en desarrollo acogen con satisfacción en la medida en que significa un mayor valor agregado dentro de su territorio” (Bosson y Varon, 1978: 185).
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“en el entorno físico, como la contaminación de los ríos, el depósito de relaves, la destrucción del paisaje natural, la contaminación del aire por polvo y gases, la alteración del medio marino en el caso de la minería off-shore, así como en el entorno sociocultural al afectar y destruir los patrones de vida de las poblaciones locales” (Pastizzi-Ferencic, 1992, págs. 7).
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En inglés en juego de palabras resulta más claro: environmental matters y enabling environment.
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