Paraguay y México fueron incluidos en los estudios de transiciones a la democracia. No obstante, este articulo tiene como objetivo proponer una mirada estructurada y alternativa que incorpore el tiempo del cambio político como eje central. Por ello, retomamos el marco teórico original propuesto por Marenco para analizar la temporalidad de las transiciones. Metodológicamente, nuestra aproximación es comparativa de tipo histórica y cualitativa, binaria y sincrónica, focalizada en el desarrollo temporal de: 1. Liberalización; 2. Gobierno Civil; 3. Elecciones libres; 4. Presidente de oposición; 5. Gobierno de izquierda. Este derrotero analítico permitirá, en conclusión, revisar y ampliar conceptualmente la noción de transición reformulando la mirada en torno a ambos casos “desviantes” que pasaron de un régimen no democrático y otro pluralista.
Paraguay and Mexico have been included in studies of transitions to democracy. However, this article aims to propose a structured and alternative view that incorporates the time of political change as a central axis. Therefore, we take up the original theoretical framework proposed by Marenco to analyze the temporality of transitions. Methodologically, our approach is comparative, historical and qualitative, binary and synchronic, focusing on the temporal development of: 1- Liberalization; 2- Civilian government; 3- Free elections; 4- Opposition president; 5- Left-wing government. This analytical path will allow, in conclusion, to review and conceptually expand the notion of transition by reformulating the look around both "deviant" cases that went from a non-democratic regime to a pluralist one.
- Transición a la democracia;
- Paraguay;
- México;
- Tiempo.
- Transitions to democracy;
- Paraguay;
- Mexico;
- Time.
Introducción
La categoría analítica “transición” ha sido ampliamente utilizada en las Ciencias Sociales en general, y en América Latina en particular. Sin embargo, a partir de la década de 1970, este concepto se incorpora en la ciencia política gracias a: por un lado, los cambios históricos de recuperación democrática en la Europa Meridional -que configuraba un horizonte de posibilidad para América Latina-; y, por el otro, el diálogo entre un cúmulo de autores1 que compartirían un marco conceptual y un lenguaje común para pensar el cambio político (Lesgart, 2003). Este esfuerzo intelectual mancomunado se plasmó en los volúmenes de la compilación de Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Lawrence Whitehead, Transitions from autoritarian rule. Allí, la noción de transición era caracterizada como un:
…intervalo que se extiende entre un régimen político y otro (…) Las transiciones están delimitadas, de un lado, por el incierto proceso de disolución del régimen autoritario, y del otro, por el establecimiento de alguna forma de democracia, de retorno a algún tipo de régimen autoritario o el surgimiento de una alternativa revolucionaria. Lo característico de la transición es que en su transcurso las reglas del juego político no están definidas (O’Donnnell y Shcmitter, pp. 2010, 27-28).2
Tal como especifica Gerardo Munck (1996), en este primer momento de la transitología se enfatizaba la pregunta: ¿por qué se producían las transiciones? Sin embargo, durante la década de 1990, se inicia un segundo debate dentro de este corpus intelectual, en torno a los interrogantes ¿cómo se dan estas experiencias y qué modalidades de transición se pueden construir tipológicamente?
Aunque el debate sobre la transición a la democracia ha ido tomando innumerables aristas a lo largo de las décadas subsiguientes, la problematización en torno al tiempo, su variación, secuencia y duración ha sido abordado tangencialmente. Los autores de la transitología se apoyaban analíticamente en la propuesta de Robert Dahl (1992, 18) sobre los itinerarios hacia la democratización, que conjugaba los niveles de la liberalización y la participación política.
Sin embargo, autores como Schmitter (1985) adaptaron esta mirada secuencial dentro de la transitología, identificando cuatro estadios: 1. Dictadura, 2. Dictablanda, 3. Democradura y 4. Democracia. Esta propuesta presentaba variantes, según cómo intervenían los diferentes elementos de la caja conceptual de la transitología, como la negociación o pacto, el resurgimiento de la sociedad civil, la crisis del régimen por su división entre duros y blandos, entre otros aspectos (Respuela, 1996, pp. 194).
Inclusive, Juan Linz (1986, 6) introdujo en su artículo “Il fattore tempo nei mutamenti di regime”, la distinción del timing de los procesos de cambio político, al distinguir entre los que son extensos, estructurales o de largo plazo, de los que son coyunturales, rápidos o de corto plazo. Esto le permitió al autor diferenciar entre transiciones que son: prematuras, intempestivas, diferidas, como un acto de última hora, ultrapasadas por los acontecimientos, inactivas, o incluso paulatinas o incrementales (Linz, 2017, pp. 84-89).
Es decir, los primeros esfuerzos por pensar el tiempo y la transición pusieron el acento en distinguir las etapas o momentos de dicho proceso, por un lado, o bien la varianza temporal del mismo, por el otro. Sin embargo, son escasos los desarrollos que conjugaron ambas propuestas a la vez. Una de las pocas excepciones es el valioso trabajo de André Marenco (2008) “¿Despacio se llega lejos? La transición a la democracia en Brasil en perspectiva comparada”, inscrito en una mirada neoinstitucional histórica (Pierson 2004, 54). Partiendo del carácter incierto de toda transición, el autor identifica cinco etapas que servirían de estamentos en los cuales analizar dicho proceso (Marenco, 2008, p. 63):
Liberalización;
Instauración de un Gobierno Civil;
Elecciones libres y competitivas para cargos nacionales;
Elección de un presidente opuesto al régimen autoritario;
Elección de un presidente ideológicamente cercano a la izquierda.
Para establecer estos estadios, toma en cuenta la diversidad empírica de las transiciones, lo cual le permite introducir: por un lado, la diferencia entre la instauración de un gobierno civil, del momento electoral para cargos nacionales; y, por el otro, extender analíticamente el concepto de transición, para analizar la tolerancia democrática a las oposiciones desafiantes que provienen de antiguas fuerzas opositoras al régimen autoritario y expresiones partidarias de izquierda.
Sin embargo, Marenco plantea que la duración o el timing de esta secuencia de cinco momentos de la transición, difieren enormemente entre los casos de Brasil, Argentina, Chile y Uruguay que toma de ejemplos. Por ello, aboga que es central introducir al tiempo como una unidad de variación para comparar casos diversos a partir de un esquema flexible y sensible a los contrastes de contextos (Bartolini, 1994, p. 134).
Por ello, su propuesta es sugerente para analizar aquellos casos en los que la transición tuvo innumerables marchas y contramarchas, instancias opacas de inicio y fin, o incluso derroteros e itinerarios a priori divergentes a los casos seminales de Europa del Sur o el Cono Sur de América Latina, como son los casos de Paraguay o México.
En este artículo se analizarán ambos casos nacionales, incorporando una lectura histórica y cualitativa sobre la secuencia y temporalidad de la transición a la democracia. Particularmente, en los siguientes dos apartados, se realizará la inferencia descriptiva del proceso histórico de ambos países en torno a las 5 etapas propuestas y su timing de concreción. Este derrotero analítico nos permitirá: revisar y ampliar conceptualmente la noción de transición a la democracia; reformular las miradas en torno a ambos casos como “desviantes” o ajenos al itinerario de la transitología; y, al mismo tiempo, precisar históricamente los procesos de Paraguay y México a pesar de sus fuertes continuidades entre un régimen no democrático y otro de tipo pluralista y democrático (Mainwaring y Scully, 1997, p. 101).
Paraguay
Las categorías para describir y explicar la transición a la democracia en Paraguay fueron aplicadas de manera dispar, aunque mayormente desde una perspectiva institucional y procedimental (López, 2018, p. 62). Empero, estas miradas pueden ser ordenadas en dos ejes: (i) aquellas que ponen el acento en cómo se llevó a cabo y (ii) las que analizan cuándo inició y/o acabó la transición.
El primer grupo de trabajos exploran principalmente las relaciones de poder al interior de la coalición dominante, delimitando quienes son los responsables de la transformación del proceso autoritario hacia la liberalización. Mayormente se enfatizó que la transición paraguaya se hizo “desde arriba” y “desde adentro” (Arditi, 1990; Simón, 1998).
Inclusive, la literatura apunta que la causa fundamental fue la crisis de sucesión en un contexto de ausencia de reglas de juego claras (Abente Brun, 1993, p. 147). Esta crisis en la coalición dominante desencadenó el golpe de estado por una parte del coloradismo y las Fuerzas Armadas (FF.AA.), lo cual significó que “las condiciones y reglas de juego son impuestas unilateralmente por el nuevo poder” (Arditi, 1990, p. 11).
La presencia de los actores principales del viejo régimen en el proceso de apertura tuvo como objetivo controlar en todo momento la transición, seguir manejando las riendas del Estado y evitar el surgimiento de proyectos alternativos que pongan en riesgo la permanencia del coloradismo en el poder (Fretes, 2012, p. 72; Duarte Recalde, 2012, p. 118).
En cuanto a las investigaciones que ponen el acento en el inicio y fin la transición, la mayoría acuerda en que la transición comienza con el golpe militar del 2 y 3 de febrero de 1989, que ocasionó la salida del dictador Alfredo Stroessner (Abente Brun, 1993; Arditi, 1990).
En cambio, hay distintas posiciones respecto al derrotero y el fin de la transición a la democracia. Una parte de la literatura identifica el fin de la transición en las primeras elecciones libres, limpias y competitivas; sin embargo, para algunos esto corresponde a las elecciones generales de 1993 (Rodríguez 1993; Arditi, 1995); mientras que, para otros, recién se alcanzaría esta condición en las de 1998 (Abente Brun, 2010).
Desde una perspectiva diferente, Milda Rivarola (2009) señala que la transición finalizó cuando el Partido Colorado perdió el poder en 2008, con el triunfo de Fernando Lugo, en el marco de una alternancia pacífica y democrática. Inclusive, para Luis Fretes Carreras (2012, p. 78), el 2008 representa un verdadero “cambio cualitativo en la historia de los procesos políticos de Paraguay”.
Finalmente, otro cúmulo de miradas desestiman la identificación de un hito que marque el fin de la transición, porque se estaría en presencia de una transición circular o inconclusa (Jackisch, 1995), en la cual “el proceso lejos de separarse del punto de partida, sobre todo en el funcionamiento del régimen político, se está acercando nuevamente al punto de partida” (Morínigo, 2002, p. 9).
Independientemente de estos trabajos reseñados, es posible identificar una carencia de estudios sobre las formas de la transición y sus características históricas (López 2018, 62). Por ello, la utilización de la propuesta analítica de Marenco (2008) en torno a las etapas, secuencia y temporalidad de la transición política paraguaya será un aporte necesario para comenzar a morigerar este déficit.
a. Inicio de la liberalización del régimen autoritario: 1989-1992
El proceso paraguayo de liberalización comenzó en 1989 luego de la caída de la dictadura stronista. No estuvo exento de tensiones en el marco de intensas negociaciones, aunque éstas no se dieron en igualdad de condiciones sino con una fuerte supremacía del coloradismo, todavía en alianza con las FF. AA.
La misma proclama de los militares golpistas sugería contradicciones, la cual puede ser resumida en cinco puntos (Boccia Paz, 2013, p. 271):
recuperación de la dignidad de las FF. AA.,
reunificación total del coloradismo en el poder,
el inicio de un proceso de democratización,
respeto por los derechos humanos (DD. HH.) y
respeto a la religión católica
Algunos autores sostienen que el orden de los factores dice bastante acerca de las verdaderas intenciones del golpe a Stroessner (Flecha y Martini, 2019, p. 28). Esta proclama trajo felicidad e incertidumbre al mismo tiempo. Por un lado, se reafirmó la defensa de la democracia y los DD. HH. y, de igual modo, para asegurar la unidad y continuidad del coloradismo en el poder. El proceso de liberalización y derrumbe del sistema represivo del régimen se había iniciado, pero eso no implicaba necesariamente el tránsito hacia una democracia per se (Pérez Talia, 2019, p. 20).
El General Andrés Rodríguez, no obstante, logró concretar un consenso básico sobre una agenda liberalizadora a partir de ciertos puntos (Abente Brun, 2010, 296):
Levantamiento del estado de sitio vigente desde 1954;
reconocimiento de los partidos políticos y respeto de derechos civiles y políticos;
legitimación del nuevo gobierno mediante llamado urgente de elecciones; y
Convocatoria a una Convención Constituyente para redactar una nueva Constitución Nacional.
Entre los puntos fundamentales de la agenda liberalizadora, el sistema de partidos ocupaba un espacio primordial. Era necesario el tránsito de un sistema hegemónico-autoritario hacia uno más plural, para cuyo efecto se llevaron a cabo reformas electorales -entre 1989 y 1992- que favorecieron la apertura del sistema de partidos:
se declaró la caducidad del viejo Registro Cívico de la dictadura,
se estableció un nuevo periodo de inscripción de ciudadanos en edad de votar,
se incluyeron reformas en la Junta Electoral Central que apuntaron a mejorar el control cruzado partidario en los procesos electorales,
se sancionó un nuevo Código Electoral (Ley 1/1990) y,
se sancionó una nueva Constitución Nacional luego de una Constituyente en la que participaron los principales partidos políticos (aunque con la supremacía numérica del Partido Colorado). Así, con la aprobación de la Carta Magna de 1992 se dio cierre a esta primera etapa de liberalización, que fue testigo de un importante ciclo de reformas electorales.
b. Instauración de un gobierno civil: 1993
Las primeras elecciones generales en la transición fueron las de mayo de 1989, apenas tres meses después del golpe de Estado. Estas fueron libres, aunque no limpias ni mucho menos competitivas. Su inmediato objetivo era legitimar por vía electoral al nuevo gobierno del Gral. Rodríguez, cabeza visible del derrocamiento del dictador. Aunque se sabía el resultado presidencial de antemano, la oposición decidió participar asumiendo que era el inicio de un proceso de largo alcance (Abente Brun, 2010, p. 297). El propio sistema electoral de mayoría con prima -todavía vigente de la dictadura- generaba incentivos para participar, dado que premiaba con el 33% de las bancas parlamentarias al partido minoritario (Caballero Carrizosa, 1998, p. 607).
Luego de las reformas electorales del periodo 1989-1992 se puso todo el foco de atención en las elecciones presidenciales de 1993. Se esperaba que sea la instancia del gran salto cualitativo hacia la democratización. Sin embargo, el gran fraude electoral perpetrado en las primarias del Partido Colorado en diciembre de 1992, enturbió las aguas del proceso. Al decir de Roberto Paredes (2005, p. 105) allí se perpetró “el mayor fraude electoral de la transición” a instancia principalmente de las FF. AA., quienes todavía se imponían como un actor político con fuerte poder de veto.
En las presidenciales de mayo de 1993, Juan Carlos Wasmosy -candidato colorado surgido luego del fraude en las primarias- derrotó a la oposición que se había presentado en dos fórmulas diferentes, favoreciendo la continuidad del coloradismo. Dichas elecciones fueron libres y, a juzgar por los resultados, claramente competitivas, pero no limpias. A pesar de las innumerables denuncias de fraude, corrupción e irregularidades, la oposición decidió aceptar los resultados -como lo hiciera en 1989- en la idea de que era un paso ineludible hacia la democratización (Duarte Recalde, 2012, p. 121).
Si bien el Partido Colorado seguiría en el poder cinco años más, la oposición contaría con mayoría parlamentaria por primera vez, lo cual auguraba mejores tiempos pensando en una futura alternancia. Así, el presidente de la República sería el primer civil en acceder al máximo cargo político luego de casi 40 años de gobiernos militares.3 Al decir de Edwin Brítez:
no se puede negar que el triunfo de Wasmosy, a pesar de sus razonables cuestionamientos y de su origen espurio, era un hecho histórico desde el punto de vista del ascenso de la civilidad al poder como resultado de una votación popular (Brítez 2019, p. 65).
c. Elecciones como fórmula para llenar puestos gubernamentales nacionales: 1998
En Paraguay hubo elecciones libres, competitivas y sin fraude en 1998, aunque con un nuevo triunfo del Partido Colorado, postergándose así, una vez más, la alternancia entre partidos.
Sin embargo, las elecciones de 1998 no estarían exentas de tensiones y riesgos para el proceso democrático. El General Lino Oviedo había participado activamente en el fraude en las primarias coloradas de 1992 y creyó poder compartir el poder político con el presidente Wasmosy durante su mandato (1993-98). Luego de muchos roces entre el presidente y el líder militar, Wasmosy decidió pasar a retiro a Oviedo en 1996, generando como reacción un intento de golpe militar, sólo sofocado por los Estados Unidos (EE.UU.), la Organización de Estados Americanos (OEA) y los países vecinos. El proceso democrático sobrevivió a su primera prueba de fuego, y si bien esta crisis finiquitó la carrera militar de Oviedo, su alzamiento contra un presidente impopular le valió como plataforma para su proyecto político presidencial (Abente Brun, 2010, p. 303).
Oviedo se lanzó abiertamente en su objetivo de llegar a la primera magistratura en 1998, logrando derrotar a todos sus oponentes internos en las primarias coloradas. Sin embargo, Wasmosy decidió impedir su marcha triunfal estableciendo un Tribunal Militar que lo condenó a 10 años de cárcel por su intento golpista de 1996, con lo cual quedó impedido de participar en las generales. La crisis colorada puso en riesgo la realización de las elecciones nacionales, aunque a último momento encontraron una fórmula de paz: Raúl Cubas Grau a presidente (era el candidato a vicepresidente de Oviedo) y Luis María Argaña a vice (segundo más votado de las primarias de 1997). El lema de campaña fue sencillo: “tu voto vale doble”, el coloradismo al poder y Oviedo en libertad.
En mayo de 1998 el coloradismo derrotaba -con más de 10% de diferencia- nuevamente a la oposición, que se habían presentado unidos en una fórmula aliancista. Sin embargo, tres días después de asumir la presidencia Cubas Grau, cumplía su promesa electoral de poner en libertad al Gral. Oviedo. Inclusive, cuatro meses después, Cubas Grau decidió no acatar la disposición de la Corte Suprema de Justicia que declaró inconstitucional la liberación de Oviedo. A partir de ahí se inició una crisis política que acabaría con Cubas Grau sometido a juicio político y el vicepresidente Argaña asesinado. Eso congregó una importante manifestación ciudadana, conocida como el “marzo paraguayo”, que fue reprimida por francotiradores y cuyo saldo arrojó la muerte de siete manifestantes. El presidente presentó su renuncia y, ante la doble acefalía, la Justicia Electoral decidió integrar la presidencia de la República con el presidente del Senado, Luis González Machi, y llamar a elecciones únicamente para la vicepresidencia (Pérez Talia, 2019, p. 57). Una vez más, el mecanismo electoral servía de válvula de escape y peldaño necesario para la secuencia democratizadora de la transición.
d. La elección para jefe de gobierno de un político de oposición al antiguo régimen
El periodo presidencial de 1998-2003 se descompuso desde su misma génesis. Estuvo signado por la tragedia del “marzo paraguayo” y por las continuas crisis, amenazas de juicio político y corrupción sideral. No obstante, ocurrió un hecho trascendental en el continuo camino de democratización: los militares fueron expulsados de la política. El mismo presidente González Machi, que completó el mandato luego de la crisis de 1999, fue el primer mandatario desde el fin de la dictadura que no representó el “poder dual”: estuvo controlado por los partidos políticos del sistema y ya no por el poder militar (Martínez-Escobar, 2015, p. 111).
Lino Oviedo desde el exilio decidió fundar un nuevo partido político: UNACE, lo cual reducía la potencia electoral del coloradismo, aunque también disminuían los decibeles internos en el marco de las disputas partidarias. La muerte del caudillo colorado Argaña en 1999, sumado a la salida de la facción de Oviedo en 2002, hizo que el único líder colorado con sólida proyección nacional fuese Nicanor Duarte Frutos. De profesión periodista y abogado, fue construyendo lentamente su capital político desde los noventa, aunque sin vínculo alguno con las FF. AA., la élite empresarial o el stronismo.
En las elecciones generales de 2003 el coloradismo volvió a triunfar. Duarte Frutos se convirtió en presidente con el menor margen electoral de la democracia, aunque le favoreció la enorme dispersión de votos en la oposición. El escenario electoral representó una suerte de repetición de 1993, con el partido colorado en crisis y la oposición dividida y dispersa (Abente Brun, 2010, p. 307).
Sin embargo, la democracia daba un nuevo salto de calidad con la salida de los militares del poder y la llegada de un presidente sin vínculos con el pasado stronista. Al decir de Edwin Brítez (2019, p. 89): “la ANR se libera de sus amos”. Durante la gestión de Duarte Frutos se inició el primer intento serio de revisar el pasado autoritario, poniendo en debate, diálogo y apertura las tropelías y crímenes de la dictadura militar. En ese sentido, apenas asumido anunció la intención de instituir una Comisión de Verdad y Justicia para investigar las violaciones de DD. HH. desde 1954, para lo cual fue dotado de un presupuesto de casi un millón de dólares (Stabili, 2012).
e. La elección de un partido de izquierda para la jefatura de gobierno
El gobierno de Duarte Frutos (2003-2008) dio muestras de eficiente gestión económica -aupado además con el boom de los commodities- aunque su intento de modificar la Constitución Nacional para ser reelecto y las crisis internas partidarias menguaron las chances del coloradismo de seguir gobernando al país (Cerna Villagra y Solís Delgadillo, 2012; Pérez Talia, 2017b). El propio “modelo colorado” en sí estaba agonizando y, para finales de la primera década del siglo XXI, su fin se visualizaba cada vez más cerca (Soler, 2011, p. 38).
En la oposición apareció el monseñor Fernando Lugo, un líder carismático que, al margen de los partidos tradicionales, podría aglomerar a los sectores opositores dispersos y lograr la alternancia política. Un año antes de las elecciones generales de 2008 se conformó la Alianza Patriótica para el Cambio, un conglomerado de partidos y movimientos sociales, ideológicamente heterogéneo, representada por Lugo para la presidencia y Federico Franco a la vicepresidencia (del tradicional Partido Liberal).
Para Lugo, el trabajo social y territorial durante décadas dentro de la Iglesia Católica favoreció el reconocimiento nacional y la consolidación de una importante red de contactos en todos los niveles sociales, políticos e institucionales. Asimismo, la propia reorganización de la izquierda paraguaya y su orientación electoralista abrió paso al proyecto político de Lugo (Sánchez Gómez, 2019, pp. 59-62).
El triunfo electoral de Lugo fue inédito por varios motivos. Fue la primera experiencia de acceso a la Presidencia de la República de un obispo de la Iglesia Católica; fue la primera alternancia partidaria llevado a cabo por la vía electoral en casi 200 años de vida independiente; por primera vez accedía a la Presidencia un presidente ajeno al sistema político y a las FF.AA., y, encima, aliado a movimientos sociales, partidos de campesinos y de izquierda. No obstante, el proceso exitoso de la fórmula electoral fue acicateado por la fortaleza territorial y organizativa del otro partido tradicional -el Partido Liberal- que al igual que el Partido Colorado se encuentran fuertemente institucionalizados a lo largo y ancho del país (Pérez Talia, 2017a). Asimismo, por primera vez en la historia del país, sectores de la izquierda accedían a las instituciones del poder gubernamental, ocupando 7 de 13 secretarías de Estado y 7 de los 19 entes descentralizados (Martínez-Escobar, 2013).
Aunque el horizonte de este proceso inaudito derive en la crisis política de 2012 que marcó la destitución de Lugo, ello no desdibuja el proceso de democratización que implicó la alternancia partidaria e ideológica en Paraguay, como también la incorporación y aceptación de la izquierda como opción política con capacidad real para gobernar -e incluso para ser presa de la centrífuga dinámica política de Paraguay (Soler, 2011 y Pérez Talia, 2017b).
México
México vivió bajo el gobierno de un partido único, pragmático, inclusivo y enraizado en el Estado -el Partido Revolucionario Institucional (PRI)- durante casi 70 años (Sartori 1976, 282). En estas siete décadas (1929-2000) se instauró un régimen no democrático que reposaba en: un presidencialismo con un fuerte liderazgo, un partido político hegemónico, y elecciones periódicas e ininterrumpidas sin que la oposición tuviera oportunidad real de triunfar (Reveles Vásquez 2003; Hernández Company 2014, p. 20).
En términos generales, conviven tres visiones que buscan comprender la transición a la democracia en este país:
aquellas que se enfocan en describir cómo y cuándo se logró transitar;
las que asumían modificaciones, sin tener en concreto qué se transformó y
las que determinan que aquello que cambió en la esfera electoral es insuficiente para llamarlo transición.
La primera, encabezada por José Woldenberg (2012), considera que las reformas electorales del 1977 son el punto de inicio de la transición (Middlebrook, 1986, p. 124). Y, aunque existen voces disonantes en torno a cuando finaliza la transición (Schedler, 2000), la mayoría de los autores le atribuyó a la alternancia del 2000 este papel (Martínez y Pérez, 2001; Córdova, 2009; Bolívar Meza, 2013).
La segunda óptica reconoce la lenta apertura de espacios a la oposición, pero “sin [una] transición formal” (Garretón, 1993, p. 145). Por ello, para precisar y connotar esta incertidumbre han apelado a adjetivar la transición como: incierta (Camou, 1993), interrumpida (Semo, 1993), votada (Merino, 2003), incipiente (Aziz, 2009), estancada (Aguayo, 2011), inacabada y frustrada (Olvera Rivera, 2010, pp. 19), fallida y sin ruptura (Bizberg, 2015, pp. 122-132), entre otras.
La tercera perspectiva, circunscribe el cambio a únicamente electoral y no a lo plenamente democrático, denunciando así la creación del mito de la transición por un lado (Ackerman 2015), y el uso acrítico de la intelectualidad del “evangelio de la transición” por el otro (Cansino, 2019, p. 11).
Independientemente del marasmo de voces y perspectivas, todos ellos parten del sustrato planteado por la transitología de que el cambio político en México era “un tipo en si” diferente de los analizados en Europa del Sur y América del Sur (O’Donnell et al., 1896, pp. 5-6). Sin embargo, al incorporar la mirada en torno a las etapas y temporalidades de la transición desde una clave comparativa, es posible hacer comparable el caso mexicano y evitar su caracterización de rara avis.
a. Liberalización: Reforma 1977
Habida cuenta de la característica del régimen no democrático priista, la liberalización adquiere relevancia vinculado al plano electoral (Olvera Rivera, 2010; Bizberg, 2015, pp. 124-125), ya que los derechos y libertades individuales no estaba plenamente cercenados, pero sí limitados para expresarse ampliamente en relación a lo político. En efecto, los actores del viejo régimen preferían la cooptación -intelectual, periodística, etc.- sobre la represión, premiando a aquellos “intelectuales orgánicos” que colaboraban (Camp, 1988; De la Garza 2019, p. 20) y castigando a quien se opusiera (Aguayo, 2015).
Para los comicios presidenciales de 1976 la principal oposición (Partido Acción Nacional -PAN), se abstuvo a participar, presentando una situación inédita en donde el PRI era el único partido en la boleta electoral. En estas elecciones el oficialismo obtuvo el 90% de sufragios, lo cual fue un acicate para la reforma electoral del año siguiente, que buscó evitar nuevamente esta situación y, con ello, cualquier atisbo de inestabilidad, deslegitimación y críticas internacionales hacia el PRI (Lujambio y Vives, 2000, p. 26).
En abril de 1977, el nuevo presidente -José López Portillo (1976-1982)- convocó a los representantes de las entidades de interés público, como los partidos políticos, las asociaciones políticas y académicas, entre otras, para llegar a un acuerdo en conjunto sobre una posible reforma (Woldenberg, 2012, p. 26). La liberalización reconoció (i) a los distintos partidos políticos a los cuales (ii) se les garantizaría financiamiento público y (iii) representación en la arena legislativa mediante la elección proporcional (Aragón Falomir, 2012, p. 291). Esto pondrá el primer peldaño de la liberalización de derechos individuales y colectivos canalizados por los partidos políticos, lo cual fue el inicio de una “auténtica espiral de transformaciones” (Woldenberg, 2012, pp. 31-33).
Por lo tanto, la liberalización en el caso mexicano se enfoca en abrir un horizonte que canalice las expresiones políticas individuales y colectivas, dándoles más oportunidades y autonomía a los partidos de oposición (Edmunds-Poli y Shirk 2009, 93). Sin embargo, esto limitaba su acceso real al poder para competir fehaciente con el PRI, al obturar la formación de un sistema de partidos competitivo con igualdad de condiciones (Crespo, 1995, p. 11).
b. Instauración de un Gobierno Civil: 1988-1994.
En la propuesta de Marenco, la liberalización es la antesala para la concreción plena del derecho político de elegir y ser elegido. A diferencia de las dictaduras militares del cono sur, en México el ejecutivo no estuvo encabezado o controlado por actores de las FF. AA. desde el año 1946. Sin embargo, la concreción plena del derecho político que este segundo estadio encierra, no podría ser tal sin los cambios que impulsó la reforma de 1977. Los cuales permiten a la oposición acceder a puestos legislativos, presidencias municipales y gubernaturas que -como “círculos concéntricos”- irán presionando al ejecutivo (Modoux 2006).
Las elecciones presidenciales de 1988 se auguraban como comicios transparentes. Sin embargo, se produce un inédito conflicto dentro del PRI entre la burocracia autoritaria tradicional acostumbrada a controlar el Ejecutivo, con la nueva tecnocracia neoliberal por un lado (Hernández Company, 2014, p. 2; Rousseau, 2001); y la escisión de miembros de izquierda que fundan el futuro Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 1989, por el otro (Combes, 2011). Este horizonte de inestabilidad, compele a la elite tecnocrática a recurrir a un fraude “burdo y brutal” (Meyer, 2005, p. 70).
Para remontar este desprestigio y falta de credibilidad, el gobierno de Carlos Salinas (1988-1994) promueve reformas electorales como la fundación del Instituto Federal Electoral (IFE) o la credencial de elector (Prud’homme, 1996), y -paralelamente- acepta sin condicionamientos los triunfos del PAN en los distritos del norte (Loaeza, 2002, pp. 297-99). Por ende, comienza la desestructuración de la burocracia tradicional priista de forma paulatina y “desde dentro”, acercándose así a la noción de gobierno civil en los términos propuestos por la transitología (Mendieta, 2005, p. 138).
c. Elecciones libres y competitivas para cargos nacionales y Elección de un presidente opuesto al régimen autoritario: 2000
La pérdida de la mayoría parlamentaria por parte del PRI y el triunfo electoral del PRD en la capital del país en 1997, fueron la clara demostración de que las elecciones comenzaban a ser una modalidad efectiva, libre y competitiva para la disputa del poder político; sin embargo, aun restaba por conocerse si serían efectivas para la disputa por la presidencia. Claramente, esto se puso en evidencia en el año 2000, con la victoria de Vicente Fox (PAN).
Es decir, estos comicios marcaron un punto de quiebre, no solo porque fue la primera vez que un mandatario que no responde o está vinculado al PRI llegaba a Los Pinos, sino también porque se corona un ciclo de reformas electorales que inauguran una competencia política real entre tres partidos (Loaeza, 2002; Aguayo, 2007).
Aunque la elección de Fox demuestra claramente una alternancia partidaria, y la llegada de un histórico opositor al PRI, su gestión de gobierno debió adaptarse y asimilar actos de corrupción y violación de DD. HH. contra los que él mismo decía estar en contra en la década de 1980, evitando inclusive implementar comisiones para la verdad acerca de desaparecidos o investigaciones sobre corrupción o vínculo de sus colaboradores con el narcotráfico (Quermonne 1988, 13; Aguilar y Castañeda 2007, 237-238; Aziz 2009, 51; Meyer 2005,17).
En efecto, Fox, aunque opositor al PRI, fue quien le permitió sobrevivir “desde dentro” de su gobierno a través de dos ejes. Por un lado, (i) reclutó en puestos claves a antiguos colaboradores del PRI (Aragón Falomir y Cárdenas, 2020; Modoux, 2006, 7; Babb, 2003) y, por otro, (ii) fue incapaz de extirpar de ciertos anclajes territoriales al PRI (Gibson, 2013, p. 6; Beer, 2003, p. 3; Hernández Rodríguez, 2003). Esto ayudó a que actores y partido sobreviviesen como una suerte de enclaves autoritarios.
d. Elección de un presidente ideológicamente cercano a la izquierda: 2018
AMLO nació políticamente bajo el paraguas del PRI, pero fue parte de la escisión que en 1988 dio lugar al Frente Democrático Nacional (FDN) que luego se convertiría en PRD en 1989. En el año 2011, finalmente fundaría su propia agrupación partidaria: MORENA, con la que competiría en las elecciones de 2018.
En esta elección presidencial, se impone abiertamente a la plétora de opciones partidarias tradicionales, posicionándose no solo como un partido nuevo, sino también como un candidato de izquierda vis-a-vis el resto de las opciones electorales (Lucca, 2020; Moreno, 2018).
Tanto en las elecciones como en su gobierno, AMLO ha buscado desvincularse de cualquier intento de continuidad con las estructuras, herencias, enclaves y continuidades del régimen priista -que incluso se pusieron en evidencia durante el gobierno de Fox-, motivo por el cual sistemáticamente plantea una ruptura con todo lo precedente, inclusive al denominar su administración como la inauguración de una “Cuarta Transformación” (después de la Independencia, Reforma y Revolución) (Aragón Falomir, Lucca, Fernández, 2019).
Esto da cuenta claramente que AMLO pueda ser considerado la expresión radical que el sistema debe tolerar para ser considerado pluralista y democrático en los términos propuestos por Marenco, independientemente de la pureza de su estirpe ideológica en el marco de la izquierda latinoamericana, su posición dentro del giro a la izquierda en América Latina vivido desde la victoria de Hugo Chávez en 1998 o su veracidad como gobierno alternativo al fracaso del neoliberalismo en la región.
Conclusiones
Los estudios de la transición a la democracia en Paraguay y México en la clave teórica de la transitología han planteado -en general- escenarios difusos y enrevesados, cuando no forzados o imprecisos. Por ello, en este artículo, se incorporó una mirada comparativa a partir de los estadios, secuencia y el timing de la transición, lo cual ha servido para: en primer lugar, poner a dialogar ambos casos en un horizonte terminológico común que puede espejarse con las trayectorias de los demás países latinoamericanos de la tercera ola democratizadora; en segundo lugar, evitar -algo tan común en los estudios de ambos países, que es- la caracterización de estos procesos políticos como desviantes, de trayectoria excepcional o incluso ajeno al dominio del fenómeno de cambio de régimen político hacia la democracia; y, en tercer lugar, dotar de precisión teórica y epistemológica al juego de la democracia, para ir más allá de los señalamientos electorales -que claramente en ambos casos, e incluso en muchos países centroamericanos y del cono sur, naufragarían dadas las fuertes continuidades políticas (Schedler, 2000; Ansaldi, 2005)-, y poder encontrar situaciones intermedias entre definiciones mínimas o procedimentales, y máximas o sustantivas, al incorporar otros elementos como el reconocimiento del adversario político, la ideología y el desapego a las herencias autoritarias.
1974 | 1977 | 1982 | 1983 | 1985 | 1988 | 1989 | 1993/1994 | 1998 | 1999 | 2000 | 2002 | 2003 | 2004 | 2008 | 2018 | |
BRA | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | |||||||||||
ARG | 1 | 2/3/4 | 5 | |||||||||||||
URU | 1 | 2/3/4 | 5 | |||||||||||||
CHI | 1 | 2/3/4 | 5 | |||||||||||||
PAR | 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | |||||||||||
MEX | 1 | 2 | 3/4 | 5 |
1. Inicio de la transición, 2. Gobierno Civil, 3. Elección presidencial directa, 4. Presidente de oposición al régimen, 5. Presidente de izquierda
Fuente: Marenco, 2008: 71 y elaboración de los autores para el caso paraguayo y mexicano
Ahora bien, la comparación empírica de estos casos no debe abonar únicamente a la ilustración paralela de teorías, sino también a refinar y ajustar el dominio de conceptos sistematizados como el de transición a la democracia (Lucca, 2019). Por ello, aunque la propuesta de Marenco es novedosa al plantear una extensión en el dominio de lo que se entiende por transición -y por ende el universo de casos a estudiar-, es necesario plantear algunos ajustes metodológicos necesarios para hacer extensible su mirada más allá del cono sur latinoamericano en torno al cual la formula.
En relación al proceso de liberalización, cabe señalar que para Dahl (1992, 41), O´Donnell y Schmitter (2010, p. 29), Marenco (2008, p. 64) y toda la literatura de la transitología, el período de la liberalización antecede al de la representación política. Sin embargo, en Paraguay y México, la puja por la devolución de derechos y ampliación de libertades no estaban abiertamente en disputa en los inicios de la apertura a la democracia, puesto que estos longevos regímenes habían configurado una cultura política abnegada, sin fugas contenciosas radicales y múltiples resortes para la cooptación y el control social. Por ello, es importante reconocer que este estadio-muchas veces- no se circunscribe únicamente a un tiempo acotado e inicial que se resuelve de forma integral, sino que es -especialmente en regímenes no democráticos de larga duración -un proceso que se desenvuelve de forma paulatina y continua, retroalimentándose positivamente en la democratización que incorporan las demás etapas.4
En cuanto a la instauración de un gobierno civil, claramente este es un estadio de enorme relevancia en la identificación de un cambio de estatus en regímenes autoritarios donde las Fuerzas Armadas se instituyeron en la piedra de toque del sistema. Sin embargo, casos como el mexicano -y otros ejemplos con regímenes no democráticos de larga duración como los de Europa del Sur y el Caribe- muestran claramente que un gobierno civil puede darse en regímenes no democráticos o en transición a la democracia. Por lo cual, a futuro habría que precisar -por ejemplo, como lo propone Terry Lyn Karl (1991, p. 433)- que se alude a gobiernos civiles sin un poder de tutela o veto superior, para distinguirlos de aquellos que son la expresión civil de los intereses de las Fuerzas Armadas, de un partido único o un líder sultánico (Snyder, 2002).
En lo que atañe a las elecciones libres y competitivas para cargos nacionales, claramente la transitología ha profundizado su status como parteaguas en la inauguración de un “nuevo juego” político. Sin embargo, la utilidad de incorporar casos como el mexicano y paraguayo, dan cuenta de la necesidad de observar cómo se vuelven realmente democráticas las elecciones, en pos de no confundir el procedimiento con la condición autoritaria o democrática. Por ello, en este tipo de casos, resulta de vital importancia observar el proceso -puesto que en general es una concatenación de reformas- en el cual elegir y ser elegido se torna políticamente relevante y decisorio, y no meramente una estrategia vacua para legitimar el status quo o de una instancia proto democrática (Torres Rivas, 2007).
Que la elección de un presidente opuesto al régimen no democrático, no siempre es un partido o fuerza de izquierda, sino que puede ser inclusive de otro partido tradicional (como el PL en Paraguay o el PAN en México). Por ello, en el estadio cuatro que propone Marenco, es central identificar el clivaje principal de la disputa política, para evitar replicar las miradas clásicas de lo ideológico en términos de izquierda-derecha, desconociendo los itinerarios latinoamericanos, como el de liberales y conservadores, entre otros (Dix, 1989; Mainwaring y Torcal, 2005).
Que la elección de un presidente izquierdista en los países con una fuerte matriz conservadora es un proceso temporalmente más extenso (como el propio Marenco identifica en Chile y Brasil), no solo porque los principales competidores son fuerzas tradicionales de tipo liberal o radical -en términos del clivaje ideológico planteado en el punto 4-, sino también porque las fuerzas políticas de izquierda se moderan para no ser excluidos recurrentemente de la competencia política, como es el caso del Frente Guazú y Morena en Paraguay y México al presentarse en coalición con partidos y dirigentes del status quo (el PL en Paraguay y ex miembros del PRD y el PRI en el caso de Morena). En ese sentido, retornando a la propuesta de Constanza Moreira (2006) debería señalarse que la democratización plena de los países latinoamericanos supone tanto la alternancia de partidos como la alternancia ideológica en el gobierno. En ese sentido, los casos estudiados permiten: por un lado, dejar de sobredimensionar la alternancia partidaria como el fin de la transición (como se llevó a cabo en México en el año 2000); y, por el otro, evitar que se desdibuje a la izquierda por su fugaz paso en el gobierno (como en Paraguay con Lugo y el Frente Guazú), y se reconozca su victoria como un síntoma de madurez democrática.
En resumidas cuentas, abordar la transición a la democracia en los términos propuestos en este escrito, ha servido: al refinamiento conceptual y la extensión del dominio de casos en uno de los principales temas de la política latinoamericana comprada; a la problematización en torno al tiempo y las etapas de la transición como una estrategia metodológica fértil para abordar casos inexplorados o difusos en su caracterización; pero también para comprender el valor de la tolerancia a la diferencia política como un valor central en el proceso de democratización en casos con fuertes continuidades con el régimen no democrático.
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1
En adelante aludiremos a ellos/as como los/as transtitólogos/as o la transitología.
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2
En este punto se encuentran los aportes destacados de: Alfred Stepan (1988, 105) que diferencia entre transiciones conducidas por fuerzas externas, internas, violentas o evolutivas; de Juan Linz (1990) al distinguir las transiciones por reforma (España) y la transiciones por ruptura (Grecia y Portugal); Donald Share y Scott Mainwaring (1986, 88 y 92) al incorporar la modalidad de transición por transacción y auto exclusión; Samuel Huntington (1994, 117-152), que advierte que las transiciones pueden ser un proceso cíclico, un segundo intento, una democracia interrumpida, una transición directa o bien un proceso de descolonización; la propuesta de Terry Lyn Karl (1992, 424) que distingue las modalidades de transición según el recurso (fuerza o negociación) que lleva adelante quien lidera el proceso (élites o masas); entre tantas otras contribuciones destacadas.
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3
En 1954, el arquitecto Tomás Romero Pereira fue el último presidente civil en 1954.
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4
Gran parte de la literatura sobre la transitología tomó prestada la secuencia de incorporación de derechos que planteara Thomas Marshall para los casos noroccidentales (civiles-político-social). Sin embargo, es profusa la literatura que demuestra cómo en América Latina esta secuencia se produjo históricamente de forma alterna, con múltiples marchas y contra marchas, lo cual refuerza el argumento sostenido aquí.
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